Aglaya: el precio de la libertad
Por Úrsula Sebastián
Recuperar repertorio de nuestro Siglo de Oro (más allá del que se mantiene en el corpus literario o se repone una y otra vez en las programaciones) debería ser siempre un motivo de interés para el verdadero aficionado. No deja de llamar la atención que algunas de las propuestas más audaces en este aspecto nazcan en la periferia del off más que en los grandes espacios. Ahora es el Colectivo amor & rabia (que forman la dramaturga y poeta Carla M. Nyman y la actriz Lluna Issa Casterá) el que se ha colocado en el mapa presentando (primero en DT Espacio Escénico y actualmente en Nave 73) Yo solo vine a ver el jardín, una suerte de reescritura libertina, performativa, gamberra y contemporánea a partir de Jardines y campos sabeos, de Feliciana Enríquez de Guzmán. Propuesta pensada no solo para poner de relieve un nombre caído en el olvido sino para dialogar de tú a tú, desde el aquí y el ahora, con la obra original. Porque Yo solo vine a ver el jardín toma algunos de los temas de la obra original para abordarlos con la frescura y la insolencia punk de la que parten Nyman y Casterá: dos artistas todavía muy jóvenes; pero con las ideas ya muy claras.
La pieza nos presenta a Aglaya, una joven que contacta paralelamente con seis hombres a través de alguna aplicación decidida a citarlos en su casa, en su terreno, en su jardín para someterlos (y someterse) a una especie de bacanal libertadora de descubrimiento de los placeres de la carne; pero también de descubrimiento de su propio cuerpo y cómo utilizarlo. Porque ella se reivindica libre de decidir querer a todos por igual, y está en su derecho de encontrar placer en todos y dar placer a todos. ¿Trampa u orgía? ¿Placer o autoflagelación personal? Confluyen entonces en la dramaturgia de Nyman dos líneas que se solapan: porque a lo largo del monólogo tanto desde el texto como desde la puesta en escena se abordan no solo la necesidad de la protagonista de decidir por sí misma y liberarse sexualmente; sino también toda una serie de cuestiones no resueltas en la infancia (por falta de una educación sexual oportuna, por una relación en claro conflicto con un padre que no duda en estigmatizarla al conocer su decisión) que laten constantemente (no en vano los seis hombres aparecen representados por figuras de playmobil con las que Aglaya juguetea una y otra vez) y podrían hacer que nos cuestionásemos de dónde surge realmente esa necesidad de la protagonista de explotar en una sociedad de consumo rápido como esta en la que vivimos. ¿Cuál es entonces la verdadera rebelión de Aglaya? ¿Mero culto al cuerpo y al deseo o huida hacia delante? Todas estas cuestiones (muchas quedan en el aire) obligan al espectador a una reflexión bastante inteligente con mucha más profundidad y aristas de las que podríamos pensar en un primer momento. El camino hacia la realización de Aglaya tal vez sea gozoso; pero su libertad parece tener un precio. El precio de la marca, el precio del estigma social al que ha de sobreponerse.
Nyman plantea desde la dirección un espectáculo decididamente contemporáneo; que se toma su tiempo en arrancar y que hace dialogar sin miedo la tecnología de la videocreación con un trabajo que requiere de una actriz total (por momentos performer) integrada en una puesta en escena donde el vídeo, la música y, en definitiva, la estética (muy cuidada, dejando un buen puñado de imágenes sugerentes) tienen peso decisivo. Cuenta para ello con la complicidad de Lluna Issa Casterá, inspirada por igual en la parte más física del montaje y en el arte del decir; pero destacando sobre todo en la nada fácil tarea de establecer contacto visual con un público al que (al igual que su personaje) mantiene siempre a su merced. Ese magnetismo es su mejor arma; y estamos ante una intérprete poderosa al servicio de un trabajo agotador. Directora y actriz parecen estar de acuerdo en sugerir más que mostrar, y confían en la potencia del texto, dejando en retazos de sensualidad elegante lo que en otras manos se podría haber convertido en un mero ejercicio de vouyerismo. Nunca sucede aquí.
La función suma e interesa, tanto volver a traer a Enríquez a la palestra como por comprobar cómo Carla Nyman juega con ella para plantear cuestiones rabiosamente actuales. Ojalá la pieza alcance la visibilidad que merece y sea solo el comienzo de la trayectoria conjunta de Nyman y Casterá. De momento, conviene retener estos nombres.