La mujer buena, en el Teatro Quique San Francisco
Por Alberto Morate
Calma para el Teatro Urgente. El Teatro Quique San Francisco apuesta por lo diferente. En este caso, Ernesto Caballero dirige el texto de Karina Garantivá La mujer buena. La mujer, siempre en el rol de sumisa compañera, de buena ama de casa, de impecable trabajadora que no exige demasiado. Pero, llega un momento en que esa mujer dice: “he roto la paz”.
Quiere hacerse oír, dejar de ser la mujer monótona y entregada, llamar la atención, salir de la miseria emocional, familiar y artística. Porque, en realidad, son dos mujeres, como podrían ser treinta. Quieren dejar de caer en la trampa del hábito, del conformismo, de lo estipulado por la sociedad previamente. Cada una a su manera. Una en el plano cultural y la otra en el personal. Sienten que se desquebrajan y se niegan a ello. Es cuando se ofrecen. Es cuando se atreven. Llaman la atención con su voz callada, con sus ojos de horror, con sus desdichas y sus desastres. Y en el camino que transitan, hablan de guerra y de moralidad, de tareas domésticas y de emprendedoras ideas. Y, si fuera necesario, contradecir sus programaciones, lo que se espera de ellas.
La propia Karina Garantivá asume el rol de una de ellas. La artista, la que se refugia en el teatro, la que no quiere vivir atormentada por lo que pasa fuera. Y Nerea Moreno asume el anonimato de mujer relegada, de atormentada madre que le remuerde la conciencia, pero sigue adelante. Mujeres anónimas que no buscan sobresalir, sí que se las tenga en cuenta. Y, en medio, Alberto Fonseca, higiénico rol que pretende apaciguar y dar tregua. Los tres marcados por las circunstancias personales, por la estimación que pretenden, por la soledad en cierta manera, por lo evidente y por lo lejano. Fatigados, puede ser, pero con ganas de seguir dando guerra. He roto la paz, nadie puede impedir fantasear por lo que está por venir, por aullar aunque no se oiga ese grito de contienda.
Entre tanto, la mujer sigue siendo calificada como buena. Servicial, inconcebible que no viva en pareja, sonriendo, previsible, siempre extraordinaria aunque se estremezca.
La pecera es el símbolo al que no quieren pertenecer. Por mucho que el agua esté transparente, por más que el pez en su interior sea de colores, quieren salir de ella. Se ahogan dentro, sus límites de cristal las cercenan.
Están dispuestas a ello. Aunque caigan bombas, aunque padezcan insomnios, aunque tengan frío, aunque no amanezca. Que se enciendan las luces del teatro como si fuera el sol y que en su nuevo despertar las ilumine con firmeza.