Noviembre 2002. El Prestige, otro viejo petrolero cargado con fuel pesado, lanza un S.O.S. en medio de un fuerte temporal, a 28 millas de Cabo Fisterra. Durante seis días es remolcado sin un destino cierto, vertiendo su carga al mar, y al séptimo día se hunde a más de 3.000m de profundidad. Sucesivas mareas negras llegan a la costa de Galicia. Después del último día del mes, miles de personas que han sabido escuchar el mar en medio de aquel sobrecogedor silencio impuesto a las olas por el chapapote, gritan juntas: ¡Nunca Máis!
Marzo 2020. En los peores momentos de la pandemia de Covid-19 y ante la falta de medios, algunos hospitales de la costa gallega lanzan un llamamiento a la desesperada por si alguien conserva material del Prestige. Enseguida afloran miles de trajes, gafas, guantes y mascarillas usadas para combatir la marea negra. Se guardan todavía. Para cuando venga la siguiente. Esta vez no llega por mar. No mancha. No huele. Pero los trajes sirven igual, porque el culpable es el mismo.
Setiembre 2021. Vamos a contar nuestra versión del Prestige para tratar de entender qué une aquello con esto. Y para deshacer el hechizo que sigue rodeando aquella historia, convertida en una metáfora extrañamente perfecta de esa cultura del petróleo que nos impide ver qué hay más allá de la catástrofe, como si no pudiésemos habitar otro lugar que no sea ese.