Por Salva Bolta
Fotos: Esmeralda Martín
Nacido en el Bronx, en el seno de una familia católica de origen italiano, Don DeLillo (1936) es uno de los novelistas vivos más importantes de Estados Unidos. Admirador confeso de Norman Mailer, Franz Kafka y de Thomas Bernhard, recibe de ellos en su estilo, el análisis de la psicología del individuo y la observación de su condición moral, la crítica mirada hacia la sociedad contemporánea y el uso de un particular sentido humor, que unas veces afloja y otras comprime.
Siempreviva, nombre común de la flor a la que hace referencia el original Love-lies-bleeding, lanza desde su título un guiño macabro al tema tan recurrente en la obra del autor: la muerte en la sociedad contemporánea, en esta ocasión tratado como una aproximación en forma de debate moral sobre la muerte asistida y el momento en que la vida deja de tener sentido.
Los personajes confluyen alrededor del lecho de Alex Macklin, un artista de éxito que a los 70 años se encuentra cercano a la muerte en estado vegetal permanente. Los otros tres personajes decidirán su destino: Lia, su joven esposa, con la intención de permitirle una muerte natural, y su exesposa Toinette y su hijo Sean, que desean ayudarlo a dejar el mundo con dignidad, creyendo que él no hubiera querido terminar sus días entubado de tal manera.
Una familia que afronta un dilema que, observado de cerca, ahí donde se cruzan antiguos conflictos e intereses creados, no trata tanto sobre la eutanasia como sobre la dependencia emocional, la lealtad y el amor en las vidas de estos personajes desencantados.
“¿Cuándo se convierte en obsesión un acto de ternura, en algo incluso anormal, en cierto modo enfermizo?”, nos pregunta uno de los personajes. El teatro de Don DeLillo, del mismo modo que sus novelas, nos aproxima a un lugar incómodo que no nos deja indiferentes. Sin duda.