Después de estrenarse en la pasada edición del SURGE, el Teatro Lara ha acogido una nueva función de Las uñas rojas, una producción de Kendosan Producciones firmada e interpretada por Emilio Gómez y dirigida por Jacinto Bobo. Un espectáculo que se abre en canal frente al espectador, que habla de la ilusión y de los sinsabores de una profesión – la de ser actor – en una comedia de tintes amargos que acaba por salpicar igualmente a quienes la vivimos desde la butaca y sobre la que hemos querido reflexionar.
El cuestionamiento del actor
Por Marta Santiago
Foto portada David Ruiz
El silencio inunda la sala del Teatro Lara cuando las luces se apagan y la silla que está colocada en el lateral derecho del escenario queda prácticamente oculta tras la niebla densa que comienza a aparecer. En el fondo del escenario aparece un astronauta a cámara lenta. ¿No iba esta obra de un actor que está interpretando Hamlet y decide que no es lo que realmente quiere hacer? El astronauta se sitúa en mitad del escenario, se quita el casco y lo sujeta con la mano derecha como si de una calavera se tratara. Esto ya recuerda más a la obra de Shakespeare: «Ser o no ser, esa es la cuestión». Y entonces el personaje se calla, mira al público y confirma que no quiere seguir adelante con la función, que no se encuentra cómodo, que no entiende qué es lo que está haciendo ahí, que no sabe por qué decide continuar con su carrera profesional. Así empieza Las uñas rojas, un texto de Emilio Gómez (intérprete) y Guillermo Perujo, y dirigido por Jacinto Bobo (con apoyo artístico de Inma Cuevas).
Ser o no ser intérprete. Me moví en el asiento inquieta, cuántas veces en mi escasa trayectoria me habré preguntado algo así. Demasiadas, tantas que no podría expresar con palabras todas las incógnitas sin resolver. Mi trabajo como regidora y actriz de teatro me ha hecho caer de lleno en esta pregunta y bucear por las posibles respuestas sin éxito. Más aún, me lo planteo cuando observo a los jóvenes actores y actrices con los que trabajo semanalmente.
Emilio Gómez estaba en mitad del escenario enfrentándose al público y proclamando una de sus realidades: ser actor le hacía feliz, era su sueño, pero el camino tan tortuoso y los sacrificios que conlleva su carrera nunca son suficiente recompensa. El público se reía, yo también, con las ocurrencias de aquel personaje lastimero cuyas uñas rojas (que eran el elemento clave de su transformación cuando, en la intimidad, se vestía de mujer cuando era niño) habían desaparecido como su esperanza por trabajar interpretando. No solo hablaba de las formas de hacer teatro en las que él, con una larga trayectoria, había quedado obsoleto; sino de los pasos más importantes en su vida hasta llegar a ese escenario que quería abandonar. Los espectadores no parábamos de reír, es cierto, pero yo lo hacía con cierto deje de amargura, cierto sentimiento doloroso de aceptación y verdad. Esa historia que Emilio Gómez estaba narrando estaba llena de sombras, miedo, humillación, represión y soledad.
Una historia como la que se presenta encima del escenario, llena de humillaciones y vejaciones del personaje desde pequeño por querer cantar e interpretar, y la manera en que Emilio Gómez es capaz de crear algunos momentos tragicómicos me pone los pelos de punta.
Cuando observamos el trabajo de los actores o actrices lo hacemos, la mayoría de las veces, desde las butacas de un teatro o de un cine, en nuestro tiempo libre. Inmediatamente relacionamos al personaje de la pantalla con el actor, no somos capaces de distinguir que aquello que se nos está presentando es ficcional: detrás de esa imagen hay una persona real, con una vida, con una trayectoria de sacrificios para llegar al lugar donde está. Esa vida de ensueño que pensamos que tienen todos los interpretes (esta concepción es provocada por las redes sociales de las grandes estrellas, donde solo podemos observar fotografías de su lujosa vida), en realidad no existe. La vida del actor o actriz es muy frustrante y siempre está marcada por una pregunta: ¿merece la pena? Esta es precisamente una de las grandes verdades a las que se enfrenta el público que va a ver Las uñas rojas: que el camino no es fácil y pocas veces obtienes el resultado merecido. Las personas que deciden dedicarse a la interpretación sienten el peso de una sociedad que les advierte contantemente de que la cultura no da de comer y que no es un camino fácil. Aquellos que, con grandes esfuerzos, logran llegar a la pantalla o al escenario tienen que enfrentarse a pruebas constantemente: castings donde se valora la influencia más que la valía, meses en que no llegas a final de mes o épocas extremadamente largas donde no consigues ningún papel. Una de las peores cosas de la actuación es que la gente no quiere que calles, espera constantemente que les provoques algo. Si esto no se cumple, ya nada vale. En Las uñas rojas el actor/personaje está cansado de hablar. El cansancio que Emilio Gómez pone en escena, es la fatiga habitual de los actores: la sociedad les aplaude durante el espectáculo; fuera, la cosa es diferente.
Quizá las uñas rojas que Emilio (personaje o actor, eso no nos concierne) perdió después de abandonar la casa de su infancia para enfrentar el mundo real, sean un reflejo de todas aquellas pequeñas cosas que hacen que un actor siga queriendo serlo a pesar de la dificultad de elegir esto. Aquel personaje que hacía reír al público con su insoportable verdad era el reflejo de todos los futuros intérpretes que a veces se sientan conmigo para decirme: «Quiero serlo, pero no a la vez no». Esos ochenta minutos viendo a un hombre que constantemente quería abandonar el escenario, pero nunca llegaba hacerlo, eran el reflejo de la realidad de muchos artistas.
No sé qué puede tener el escenario que haga que, a pesar de sentirte derrotado, no quieras abandonarlo nunca. Quizá es el hormigueo que sientes cuando estás entre bambalinas a punto de salir a escena, o los focos que te ciegan y te impiden ver con nitidez a todas las personas que te están observando. A lo mejor son los aplausos del final o los personajes que interpretas (siempre queda parte de cada personaje en uno mismo) o, simplemente, es algo que llevamos dentro que nos hace quedarnos allí donde estamos siendo felices. Las uñas rojas termina con un pensamiento que ya antaño recogió Buero Vallejo: «Duda cuanto quieras, pero no dejes de actuar».