Por Enrique Cervantes y Carolina Yuste
No se puede huir de la comida. Mentira, sí se puede, pero todos sabemos cómo termina eso. No se puede huir del cuerpo. Mentira también, pero la historia termina de manera similar.
Vivimos confinados en nuestro cuerpo en constante relación con la comida. Eso es tan inapelable como afirmar que estamos vivos o que en algún momento nos moriremos. Y al igual que ocurre con las personas, nuestra relación con estos dos elementos puede ser dispar. Muy dispar. Ahora, doblemente confinadas, el juego de relaciones se dispara y se contagia, como un virus pandémico. ¿Hambre o Hamsia?
Trastorno de la conducta alimentaria. “Ay, amigo Doraemon, ¿tienes algo en tu bolsillo mágico para hacerme volar?”. Dismorfia. “¿Por qué Tinky Winky se alimenta de un engrudo rosa?”. Potomanía. “¿Batman come hamburguesas?”. Vigorexia.
Haré ayuno intermitente solo para limpiar mi intestino. Adelgazar no me interesa. Autoengaño. María Patiño no puede ir a supervivientes ¿Por qué? Y todos tus referentes adolescentes y postadolescentes te van susurrando pequeños salmos al oído.
Se abre el grifo y comienza el rito. Bajan las luces. Te zumban los oídos. Te suda el bigote y los latidos del corazón suenan como un metrónomo. Mecánico, sí, pero no por eso menos rito. Aquí nadie mira. Nadie menos tú, que comienzas a salivar.
Yo de mayor quiero ser como la Chiqui de Jerez para llegar a Dios. Y cantar. Cantar.