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Vasto manicomio III: Ramón Barea

“Hay miedo a no obedecer las leyes del mercado, miedo a ser excluido de sus reglas, miedo a no tener el siguiente trabajo. Pienso que es miedo al miedo. El miedo es contagioso y la cobardía también. Cada cual decide hasta dónde quiere llegar. Yo creo en una ética del actor”

 

Por Juan Vinuesa

Foto superior: Ramón Barea en Incendios, dirigida por Mario Gas. Foto de Ros Ribas

 

Que el oficio de actor carece de reglas lo demuestran casos como el de Ramón Barea: cincuenta años de trayectoria sin tener representante y sin haber vivido en Madrid. En 2013 le fue otorgado el Premio Nacional de Teatro por “su amplia trayectoria como hombre de teatro integral en la que ha desarrollado todas las facetas en este ámbito”. Tuvo una formación autodidacta: “no me enorgullezco de no haber tenido maestros”, dijo en cierta ocasión. Sin embargo, menciona un entrenamiento interesante: “a falta de Actor´s Studio, de niño fui monaguillo y torero de perros”. Acaba de estrenar en televisión La línea invisible, de Mariano Barroso; en teatro lo último ha sido dirigir Ubú, rey de las finanzas, con la Compañía Joven de Pabellón 6, y en otoño iniciará la gira de Shock, el Cóndor y el Puma, dirigida por Andrés Lima. En cine, a pesar del parón que ha provocado el coronavirus -que le ha desplazado el estreno de La boda de Rosa, de Iciar Bollaín-, pudo terminar el rodaje de la película Voces, de Ángel Gómez. Sin advertirlo, nombra unas seis veces a Álex Angulo durante la entrevista: “no hay más que ver lo que decían de él tras su muerte, era un actor que no entendía de codazos”. Cincuenta años como actor, director, autor y productor, y un discurso como si le quedase todo por hacer: “nunca he querido tener una gran trayectoria, yo solo he pensado en hacer un buen montaje”.

 

Cumple 50 años de profesión, en una trayectoria que empezó con la fundación de Cómicos de la Legua casi llegando a los 70, y Karraka en el 80.

Hago una cifra por redondear. Esto lo aprendí de mi padre que nació en 1898 y, para no andar haciendo cálculos, decía “¿estamos en el 74? Pues 74 años tengo”. Cómicos de la Legua se inscribió en 1969, en el momento en el que tuvimos que legislar la actividad para que no hubiera problemas. Cierto es que tiempo antes, de adolescente, trabajé como ayudante de dirección con Luis Iturri en la compañía Akelarre.

 

Vasto manicomio III: Ramón Barea en Madrid
Espectáculo ‘Vivir por Bilbao’, de Cómicos de la Legua (1975) | Foto: Archivo Centro de Documentación Teatral.

 

¿Son muy diferentes estos tiempos?

La principal diferencia que encuentro es que, en aquella época, teníamos que inventarnos el oficio y sus maneras de hacerlo. No había escuelas de Arte Dramático en todo el País Vasco, ni teatro profesional. Además, nuestro interés de hacer teatro estaba muy marcado por los movimientos sociales. En esos primeros diez años de Cómicos de la Legua no hicimos nunca teatro de repertorio, hacíamos espectáculos con un motivo muy concreto: El jardín de la oca lo iniciamos por investigar el tema de la vida en las cárceles, igual que ocurrió con Tripontzi Jauna, un espectáculo de calle sobre la historia de Euskadi que terminaba con el Consejo de Guerra de Burgos. O Makina Beltza un espectáculo antinuclear, de calle. Era una época de mucho movimiento cultural, Comisiones Populares de Cultura, movimiento vecinal, sindical, una época de crear relaciones: recuerdo, por ejemplo, que nos venía a visitar un chico muy tímido, con pánico escénico, que cantaba… era Ruper Ordorika; o un incipiente escritor, que había hecho teatro infantil, poesía y que estudiaba económicas: Bernardo de Atxaga. A la vez que hacíamos teatro estábamos entendiendo el mundo.

 

¿Esas obras las hacían dónde querían o dónde les dejaban?

Los escenarios de los espectáculos estaban muy apegados a estos movimientos sociales: representábamos en frontones, cines de barrio, salones de actos parroquiales, iglesias… Los problemas eran de todo tipo. Era el final del franquismo y toda actividad tenía un carácter reivindicativo importante. Recuerdo que hicimos un recital de León Felipe y tuvimos problemas porque no estaba censurado, pero tampoco autorizado. Una cosa muy extraña. La razón que nos dieron era que no estaba publicado en España. “No es que no os lo autoricemos, es que no está publicado”. Era un teatro muy colectivo y con un potente sentimiento de pertenencia a un equipo. Tanto, que recuerdo que, las primeras veces que me llamaron para trabajar en Madrid, tuve muchas dudas. Yo no era nacionalista, ni pertenecía a la izquierda abertzale, pero pensé “¿Qué pinto yo allí?”. No sé si era el miedo o que me subestimaba, pero creía que el lugar para estar era Bilbao. En ese momento, el cine era eso que hacían los otros actores.

 

Un viaje importante a la capital fue el que hicieron en el 78, con motivo de la marcha en favor de la libertad de expresión para defender a Els Joglars.

¡A Madrid! Aquello fue tremendo. Hubo una marcha en el Paseo de la Castellana, que por aquel entonces se llamaba Avenida del Generalísimo, para defender a Els Joglars, quienes por su obra La torna fueron causa de un consejo de guerra por “ofensa contra el ejército”. Nosotros fuimos en una furgoneta mixta donde llevábamos restos de nuestros montajes. No la habíamos ni descargado. Vino la policía y hubo una violenta carga: nos pisotearon los cabezudos, a Álex Angulo lo golpearon en la cabeza, a Loli Astoreka le dieron en un ojo y, aún hoy, no se ha recuperado del todo. Trasladaron a Loli a la Clínica de la Concepción y el propio hospital envió un informe de las lesiones que había sufrido. Este informe sirvió para que, además del golpe, se llevase una multa de 500.000 pesetas por “infracción del orden público”. Un disparate. No la pagó porque se declaró insolvente y era menor de edad. Yo me libré porque formaba parte de una comisión de ocho actores, encabezada por Juan Margallo, a la que recibió el Ministro de Cultura de aquel entonces, Pío Cabanillas. Margallo era el más animado y el más hábil para mover hilos. Conseguimos llegar hasta la antesala del despacho del ministro, que nos dijo que no podía hacer nada porque eso dependía de la jurisdicción militar.

 

Incluso llegaron a hacer televisión, ¿qué márgenes encontraron allí?

El primer contacto con TVE fue cuando ya éramos Karraka, en 1981, en el programa La cometa blanca, que dirigió Lolo Rico. Recuerdo que, durante la propia grabación, nos paraban: “cuidado, hay una tela amarilla, otra morada y aquellos van de rojo… esto es una manera subliminal de enseñar la bandera republicana”. Estaban pendientes no solo después de grabar, sino durante el propio rodaje. En el comité asesor de TVE había gente muy válida como Lolo Rico o Teresa Valentí, pero también anidaban aves de rapiña.

 

Después, llegó El peor programa de la semana, con sketches como aquella parodia del anuncio de Sánex (Fáchex, en el programa), en la que se anunciaba el nacimiento de Hitler, o el suyo de la Asociación Nacional de Hijos de Puta. Era 1993, ¿esas piezas podrían emitirse hoy?

Es curioso porque, en la actualidad, hay más libertad, pero mucho más miedo. La autocensura es cada vez más grande. Ya no es necesario que se queje alguien, ahora nos juzgamos nosotros. En aquel tiempo hacíamos lo que queríamos. Hoy en día en cualquier equipo surge la voz del “¿qué pensarán de esto?”. A este programa fuimos a parar gracias a Antonio Resines quien, a través de Fernando y David Trueba, buscaba “actores extraños”. Y nos llamaron a Álex Angulo y a mí.

 

Vasto manicomio III: Ramón Barea en Madrid
Ramón Barea y Álex Angulo. Foto: El Correo

 

El miedo a lo que diga el público afecta a productoras, cadenas, creadores… ¿a qué se debe? ¿Hemos dado demasiada voz a los ofendidos o pueden tener razón?

Yo creo que es miedo a no obedecer las leyes del mercado, miedo a ser excluido de sus reglas, miedo a no tener el siguiente trabajo. Pienso que es miedo al miedo. El miedo es contagioso y la cobardía también. Cada cual decide hasta dónde quiere llegar. Yo creo en una ética del actor.

 

¿En aquellos momentos no hubiera sido mejor tener representante?

Nunca he sido anti-representante, sino que en un principio me parecía que iba a durar poco mi incursión en cine y televisión… y se ha alargado. Así de simple. Sí que es cierto que las productoras me han timado en alguna ocasión, pero nunca he hecho nada que no quisiera hacer y eso me vale mucho más.

 

Y dentro de eso, parece que para ser actor hay que vivir en Madrid, ¿nunca lo pensó?

Esto antes parecía una verdad incuestionable. Ahora ya no importa dónde vivas. Te buscan. Mi tarjeta de presentación siempre ha sido el trabajo anterior. Estoy muy bien en Bilbao y amo a Madrid. Viví en Madrid unos años en Lavapiés, cuando la Compañía Ur puso aquí su cuartel general. Es verdad que hubo un momento en el que se utilizaba como adjetivo el actor vasco, el actor gallego, el actor catalán, y curiosamente no se utilizaba el “es un actor madrileño”. Debe ser cosa del AVE, o de la globalización autonómica.

 

Y el salto al audiovisual también le llevó a dirigir.

Cuando hice mi primera película como director, Pecata Minuta, los comentarios sobre si era buena o mala no me molestaban, pero luego leías cosas como: “el actor secundario Ramón Barea se lanza a la dirección de cine”. Sonaba a “qué osado”. Antes de esta película, había trabajado como coordinador de guiones, director de actores en un programa de EITB, dirigido un corto que fue a la Semana de la Critica del Festival de Cannes, había escrito teatro. Es decir, fue un proceso orgánico, paso a paso. Yo no me etiqueto, no me presento como “hola, soy Ramón Barea, actor y director de cine y tengo estos premios”, pero hay gente con prejuicios que ya lo hace por ti. En realidad solo cuando miras atrás puedes decir lo que eres o no eres. La osadía está en presentar como realidad lo que es un deseo. Yo nunca he sido osado.

 

Ese aprendizaje, ese paso a paso, fue autodidacta; sin embargo, en cierta ocasión dijo: “no me enorgullezco de no haber tenido maestros”.

Sí, porque uno no puede vanagloriarse de no haber tenido formación, yo hubiera preferido tenerla y tener maestros. Admiro a la gente que viene de las escuelas, aunque le veo la técnica, sabe manejarla con talento. También es cierto que creo que este es un oficio que se puede entrenar y mejorar, pero desecho la idea de que en un centro de formación se hagan milagros. El éxito de las escuelas es el éxito de los alumnos. Yo lo único que me planteaba era ser actor e intentaba aprender de donde podía. Luego, dices “alguien tiene que escribir” y me animaba. A dirigir, a producir. Pero siempre con la sensación de estar aprendiendo. Tenemos un oficio que nunca se acaba de aprender.

 

¿Hay algún personaje que se le haya resistido?

No. Tenía una fijación con Max Estrella en Luces de Bohemia, quizá por habérselo visto a Rodero. Cuando me llamó Helena Pimenta para hacerla con Ur Teatro, reconozco que me hizo una ilusión especial. Nuria Espert, durante el montaje de Incendios, siempre me decía: “Ramón, estás en la edad de hacer Lear, prepárate”.

 

Y cualquiera no le hace caso a Nuria Espert…

El primer día me daba respeto porque ella forma parte de mi memoria teatral: Las criadas, Yerma, Doña Rosita la soltera… Nuria ha hecho cosas que me han impresionado. Después descubres que en el mito hay alguien que se parece a ti en la forma de trabajar. Que sigue con la misma dedicación y que tiene mucho respeto al grupo, al equipo de trabajo, al proyecto. Nuria es de otra pasta. Es una mujer muy fuerte. Carne de teatro. Recuerdo que me “riñó” porque durante un mes dejé el montaje para hacer la película Todos lo saben, de Asghar Farhadi. En mi descargo (ríe) diré que llevábamos ya un par de años con Incendios, un espectáculo que se alargó y llegó a hacer tres temporadas. Me iba solo un mes, todo estaba bien… pero recuerdo las palabras de Nuria y lo que me hicieron pensar: “Ramón, no puedes abandonar un personaje como el que estás haciendo para irte a hacer una película”.

 

Vasto manicomio III: Ramón Barea en Madrid
Ramón Barea. Archivo personal

 

Es uno de los socios fundadores de Pabellón 6, ¿la sala es espejo de aquel grupo inicial, Cómicos de la Legua?

Puede ser. Es un deseo que he tenido siempre. Desde los años 70, hubo varios intentos de tener una sala de teatro. Estuvimos a punto de tener una en la calle La Ronda, en un colegio de monjas del Casco Viejo de Bilbao. Teníamos el sí de los padres, de las monjas, pero estas leyeron en un periódico que habíamos hecho el poema de Brecht La infanticida María Farrar un 8 de marzo, donde se reivindicaba el aborto. “Ustedes han hecho un poema a favor del aborto y no pueden entrar en este teatro”, nos dijeron. Era la época del Gayo Vallecano, la Villarroel… y el deseo de tener un espacio propio estaba muy presente. Lo creía necesario porque un lugar así te da una libertad mayor a la que tienes cuando eres solo materia contratable. Al principio se malinterpretó la idea porque a una parte de la profesión le parecía un paso atrás por el asunto de ir a taquilla, y había quien pensaba que en Bilbao un espacio así no iba a funcionar. A la larga, pudimos demostrar que con 190 butacas sí se puede hacer algo. La sala va a cumplir 10 años.

 

¿No han pensado en hacer una compañía estable?

No, porque la intención es que se puedan mezclar equipos. Generaciones, formas de trabajo. Experimentar. No hay una línea estética, ni una metodología concreta de trabajo. Por ejemplo, el trabajo de Pablo Ibarluzea con las máscaras nos llamaba la atención y, en lugar de proponerle un taller, le encargamos dirigir Esperando a Godot. El trabajo con profesionales puede llegar en cualquier ámbito: hace unos meses tuvimos que hacer un cásting para Ubú, rey de las finanzas, que he dirigido yo mismo, y llamé a Andrés Lima para que diera un taller, jugase con ellos, y participase en la elección del reparto.

 

Y de repente, el Coronavirus y su freno.

Ni una guerra, ni cualquier desastre ha conseguido detener la marcha del mundo, pero este virus nos ha inmovilizado a todos. Tengo la sensación de que esta crisis ha dejado al descubierto muchos errores de la civilización. Cuando esto pase no vamos a ser iguales. Esta catástrofe tiene algo de epifanía. A nosotros nos toca observar y tener paciencia porque tenemos unas obras pendientes: hemos conseguido que un espacio contiguo a Pabellón 6 pueda funcionar como sede permanente de la Compañía Joven. Nuestra intención, además de experimentar artísticamente, es generar trabajo, industria. No tenemos intención de ser un gueto, ni de ser “separatistas”, pero sí de seguir creciendo. Entrenando. Seguimos, seguimos.

 

Da la impresión de que le gusta estar al lado de las nuevas generaciones.

A veces uno tiene días malos, y cuando aquella puerta se abre y ves diferentes equipos, gente joven con tantas ganas, que viene, que te da un abrazo, que te dice “vamos a ello”… todo se pasa.

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