Fotografías: Bruno Simao
LA PLAZA empieza con un final, el final de una pieza que ha durado 365 días y en la que no ha ocurrido absolutamente nada. La lectura de los pensamientos que se agitan en la cabeza de uno de los espectadores frente a esta única imagen es el solo movimiento en escena. Este hipnótico tramo inicial se transforma pronto en el camino a casa de un individuo que traza su paso por el mundo a través de sus pensamientos. Un paisaje en movimiento que muta imperceptiblemente a través de palabras proyectadas, donde personajes habituales son representados de manera inquietante, sin rostros, pero reconocibles por su identidad social. Los pensamientos, ideas, sensaciones y recuerdos de este personaje configuran una mirada y significan de manera azarosa estos tableaux vivant que conforman el mundo exterior. Una realidad dada por percepción subjetiva que se adentra en su conciencia y de la cual, a veces y a partir de la máxima sencillez, aflora algo más profundo e inquietante.
LA PLAZA dibuja un paisaje impresionista mediante luces, sonido y una estética de carácter etéreo y espectral, que toma el espacio público como paradigma reducido del mundo contemporáneo. Un espacio y un tiempo cuyos limites están difuminados por una realidad que ya es líquida y que se construye de vidas que se invisibilizan casi por omisión voluntaria; una realidad derretida, disuelta por numerosas subjetividades que cohabitan, sin tocarse.
LA PLAZA se narra en la segunda persona del singular, anula el ‘yo’ o el ‘nosotros’ como representación colectiva y activa un juego de percepción de un mundo forzadamente alienado, alienante, inmóvil, cercano a la muerte y la nada, donde los otros solo alcanzan la categoría de imagen; una imagen superficial que a penas se puede ya tocar.