Por Javier de Pascual / @JavierdePascual

Foto: »Hakanaï«, de Compagnie Adrien M/Claire

 

 

Es fascinante entender qué es lo que entiende el teatro como interacción.

La interacción forma parte de la comunicación. Representa un intercambio de acciones.

Esto, en una obra de teatro, cuando se denomina interactiva, debería suponer que el mal llamado “espectador” da algo al intérprete y el intérprete, a continuación, le devuelve el favor dándole algo al actor.

Si esta perogrullada te suena de algo, es porque el hecho escénico es una miríada de interacciones tan incontables como los segundos dedicados a contar una historia. Que suelen ser muchos.

El intercambio de información es una interacción, pero está lejos de ser la única. Y sin embargo, parece que es lo único que veo.

Cuando un espectáculo es interactivo, que hablen de Pedro, de José o de Juan hace que se me caiga la poesía del abstracto.

¿Las interacciones deben ser concretas? Sí. Se nos llena la boca de lo concreto todo el día.

El problema surge cuando confundimos concretar información con concretar su función narrativa.

Concretar la información durante una interacción es inevitable. Un espectador se levanta y automáticamente su status en la representación cambia y se da la vuelta.

Primero debe presentarse como personaje. El personaje puede ser también un colectivo, un grupo de personas. Lo vemos en todas las “experiencias” que dividen sus recorridos.

Pero si no concretamos su función narrativa todo lo anterior pierde significancia.

En un espectáculo de impro, por ejemplo, la historia que se cuenta es la siguiente: “Tírame lo que quieras que haré X con ello”.

Es un ejercicio circense y el contenido de dichas historias está valorado a partir de esos parámetros.

Ignorar este metalenguaje en un espectáculo interactivo no es solo un error garrafal: es no entender el género.

Un problema absolutamente generacional, en mi modesta opinión: poca gente que no ha crecido con un mando es capaz de entender las posibilidades de darle agencia al espectador.

Pero más allá de eso, creo que nuestro problema es una excesiva adoración al texto (y al subtexto).

¿Estoy pontificando? Seguro. Pero si hay algo que puedo afirmar con absoluta certeza es que, por lo menos, soy tan jugón como teatrero, y no puede ser que me sienta más cercano a Aria T’Loak (de Mass Effect) que a una señora actriz rompiéndose a cincuenta centímetros de mi cara.

Aunque lo mismo el problema lo tengo yo y por eso todos los chavales van al teatro.