Por Pilar G. Almansa / @PilarGAlmansa
La rentrée escénica ha mareado un poco. Cambio absoluto de panorama en los buques insignia de lo público: Mateo Feijóo y Carme Portaceli no renuevan al frente de Naves Matadero y Español, respectivamente; Natalia Álvarez Simó se va de Teatros del Canal (todavía sin sucesor conocido); y Ernesto Caballero se despide a lo grande del Centro Dramático Nacional, con todo el mundo ya pensando en lo que hará (o podrá hacer) Alfredo Sanzol cuando llegue al cargo.
De todas estos bamboleos propios del formato ‘legislatura’ que adoptan las direcciones artísticas, la única que ha sido elegida por concurso público es la del Centro Dramático Nacional. Previsiblemente se designará desde la Comunidad de Madrid al nuevo capitán del Canal, y la fusión de Matadero y Español se consuma en la dirección de Natalia Menéndez, también elegida directamente por el nuevo consistorio. Precisamente Menéndez ha dejado estupefacta a la profesión tras sus primeras declaraciones como directora artística: «Yo no estoy a favor de los concursos a la vista de las polémicas, de esa especie de cosa muy violenta que hay en torno a los concursos, y eso me produce rechazo». En esta entrevista a eldiario.es argumentaba también que los representantes públicos, habida cuenta de que hemos depositado en ellos nuestra confianza, están en su pleno derecho de designar este tipo de cargos públicos.
Más allá de la propia Menéndez, el auténtico debate, el que debería plantearse con este regreso a las designaciones directas, no es el de la legitimidad de los cargos públicos para hacer lo que consideren conveniente cuando están en el poder, ni las emociones que despiertan los concursos en cada individuo, sino la conveniencia o no para la política cultural de una ciudad de la insoslayable modificación de las reglas del juego cultural público con cada cambio político. Por razones incomprensibles, a nadie se le ocurre tocar de manera esencial el código de circulación, las estructuras administrativas básicas o los sistemas de acceso a la judicatura cada cuatro años. Sin embargo, en todo lo referente a educación y cultura, los gobiernos se recrean en la modificación de la transformación del cambio de la innovación de sus antecesores. Así de esperpéntica es la actitud: falta la reflexión realista sobre cuál es el procedimiento que se debería adoptar de manera coordinada en la elección de directores artísticos de centros públicos.
Los concursos, las designaciones a dedo, los cambios trianuales o cuatrienales de dirección artística… Es posible argumentar a favor y en contra de todos ellos con razones más o menos válidas. Los concursos son, sensu estricto, el procedimiento que debería adoptar por defecto cualquier destino del dinero recaudado con los impuestos de todos. Se hace así con contratos superiores a 40.000 euros, una cantidad muy inferior a lo que puede llegar a cobrar un director artístico de un teatro: los sueldos de los últimos elegidos por este procedimiento rondaban los 70.000 euros, aproximadamente. El concurso público, además, permite incluir en el juego a actores culturales que quizá previamente no habrían tenido opción a dar a conocer sus ideas y propuestas para la gestión. El caso de Miguel Oyarzun e Isla Aguilar, creadores del Be Festival en Birmingham, es paradigmático: ¿habrían sido elegidos sin concurso, viviendo en otro país, a pesar de su enorme experiencia internacional en gestión cultural? Lo dudo mucho. Personalmente, creo que Natalia Menéndez habla de unas tensiones que se generan en determinados círculos, y que posiblemente sean muy desagradables: pero esa sensación no puede estar por encima del derecho que también tenemos los trabajadores de la cultura y los ciudadanos de asegurarnos de que la persona elegida ha trabajado un proyecto integral, reflexionado y serio para el espacio que está a punto de tener a su cargo.
Por otro lado, ningún partido se libra de querer moldear la política cultural en forma y fondo: al ayuntamiento de Carmena le perseguirá toda la vida la destitución de Juan Carlos Pérez de la Fuente, que había sido elegido director de Matadero y Español mediante un concurso público. Error garrafal: por muy cuestionables que pudieran ser las entrañas del procedimiento (fue lo que se esgrimió en el momento), lo cierto es que lo ganó. Conjeturo: ¿quizá su contrato abarcaba la legislatura completa, y por tanto no habría dado tiempo a que el ganador del siguiente concurso realizara su proyecto completo? Nunca lo sabremos. La consecuencia es que tras dos concursos consecutivos, posiblemente mejorables, pero que sentaban precedente, volvemos a la designación directa, con todo lo que ello implica.
Sobre todo, implica que todo el trabajo que muchas compañías han venido realizando durante los últimos tres años para abrirse la puerta en el Teatro Español y Matadero se cierra de un plumazo. Somos una profesión de tempo muy lento, donde los contactos personales cultivados a lo largo de los años son la llave de acceso a determinados espacios. Cuando has cuidado una relación profesional intentando hacerte notar, pero sin excederte; cuando parece que ya vas a tener una reunión, o has tenido una y estás esperando la respuesta; cuando crees generar interés y eso podría llevarte a una pequeña temporada en la sala pequeña… En fin, cuando cambia la dirección artística y entra una persona que no conoces de nada, todo ese esfuerzo se tira a la basura y tienes que empezar de cero. Con tres o cuatro años en el cargo, es complicado que un director artístico conozca a alguien nuevo y se arriesgue a darle 45 días de ensayo y un presupuesto óptimo para un montaje. También ocurre lo contrario: con la renovación, aquellos que sí han tenido la ocasión de establecer contactos personales con el director entrante en otros contextos se sienten afortunados porque se figuran que una relación directa previa les facilitará la entrada a este espacio… O quizá es que también debería de cambiarse el sistema de programación de los teatros públicos. Una vez elegido el hilo conductor de la temporada, ¿no podría hacerse también por concurso? Si seguimos teniendo como baremo los 40.000 euros de presupuesto, es algo más que normal que una producción teatral supere ese monto.
Aunque soy una firme defensora del concurso público, a lo mejor hay argumentos para la designación directa que podrían convencerme. O a lo mejor por lo que tenemos que pelear de verdad es por un pacto de Estado por la cultura, en el que lo esencial se distinga de lo accesorio, lo necesario para los profesionales de la visión de cada partido. No se puede modificar no solo esta, sino muchas otras reglas del juego básicas para la supervivencia de un artista o compañía, cada cuatro años. Suficiente inestabilidad hemos asumido eligiendo el teatro como el sentido de nuestras vidas.