Por Sergio Díaz
Sofía Monsalve es una actriz colombiana con una amplia trayectoria dentro de la prestigiosa compañía danesa Odin Teatret, que mostrará en la Sala Tarambana -y por primera vez en Europa- su trabajo Candyland, tierra de lobos. De esta obra sobre la pérdida de la inocencia, de su trabajo con la compañía fundada por el gran Eugenio Barba y de Teatro de la Memoria, la compañía en la que ahora trabaja en Bogotá, nos habla en esta entrevista.
El teatro era algo muy arraigado en tu familia, ¿cómo fueron tus inicios?
Desde que estaba en la barriga de mi madre, Lavinia Fiori, actriz y antropóloga. Mi padre, Juan Monsalve, director, dramaturgo y actor, había escrito y dirigido la obra El huso de la nacencia, interpretado por ellos dos, y mi madre la siguió interpretando hasta después de mi nacimiento. El personaje principal era una lechuza que se llamaba Sofía.
Cuando apenas comenzaba a hablar, acompañaba a mi padre a los ensayos del grupo, lo veía dirigir, y a veces daba mis propias indicaciones: «no, así no», me cuentan que gritaba desde la tribuna. Participaba en todas las actividades del grupo, desde la técnica, como en los talleres y los entrenamientos. Así que, como pueden imaginar, el teatro fue una constante dentro de mi vida familiar. Mis inicios en escena se remontan a los cuatro años de edad, en una ópera rock dirigida por mi padre, llamada Filibusteros, con más de veinte actores en escena, y donde yo hacía de ‘Anita la piratita’, junto con mi hermano mayor, Theo. Desde entonces, el teatro profesional siempre hizo parte de mi vida. Yo iba al colegio y al mismo tiempo montaba obras y salía de gira con mis padres.
Durante mi niñez y adolescencia, mis recuerdos son de entrenar con mi padre todas las mañanas en la Universidad Nacional, en Bogotá, y muchas tardes en el estudio de mi papá, devorando libros o discutiendo sobre las tradiciones teatrales con él. El yoga y las técnicas orientales hicieron parte de mi formación base. Buena parte de esto lo cuento en la demostración de trabajo Hija de…, dirigida por Ana Woolf, donde recorro y relato mis orígenes teatrales junto con mi trayectoria profesional.
¿Qué nos puedes decir del Teatro de la Memoria? Es una compañía muy importante en Colombia y Latinoamérica por su gran labor en la investigación sobre los rituales indígenas y el desarrollo de la cultura, ¿no?
El Teatro de la Memoria, hoy en día, es un cruce de caminos, más que una compañía. Mi padre, quien lo describe como un «teatro sagrado», lo fundó en los años 80, como una continuación del grupo Acto Latino, fundado por él. Desde el Teatro, mi padre ha formado a varias generaciones de actores en Colombia; durante muchos años fue un grupo estable, pero desde hace ya varios años ha funcionado como una plataforma donde se encuentran diferentes artistas. El Teatro de la Memoria fue pionero en implementar la perspectiva de la Antropología Teatral en Colombia. Mi padre impulsaba a la investigación rigurosa en las técnicas del actor, más allá de montar obras. Cada obra viene precedida por una investigación antropológica y artística, que da lugar a una dramaturgia y/o a una composición teatral. También, por emplear el concepto de ‘obra total’ u ‘ópera’, a la manera oriental, donde se integran orgánicamente música, danza y teatro.
En su camino teatral, mi papá en un cierto punto adoptó la obsesión de descubrir las fuentes originales y sagradas del teatro en Latinoamérica. Inspirado en cómo las tradiciones teatrales orientales están ancladas en las raíces profundas de la cultural, él quiso encontrar «nuestras propias fuentes». Por eso, junto a mi madre, como antropóloga, desarrollaron investigaciones en campo, analizando fiestas y rituales de toda Colombia: Amazonía, costa Caribe, eje andino, selvas del Pacífico… Su sello teatral fue el de retornar al acto ritual, devolverle al teatro su conexión con lo sagrado, despojarlo de los artilugios teatrales y regresar al origen, a la acción.
¿Cómo es la situación actual de la compañía?
Hoy en día, mi padre vive en Bogotá, pero ha cesado sus actividades como director, de forma que la gestión del grupo y de la institución ha quedado en mis manos, los actores y miembros originales siguen en él y actualmente confluyen varias líneas de trabajo: creación, formación y proyectos culturales.
Tenemos independencia en la creación de las producciones teatrales, aunque de una forma más fluida de trabajo, donde no necesariamente hay un único director. Candyland es un ejemplo de ello: tiene la firma de Ana Woolf y Magdalena Segunda Generación, pero nuestro Teatro ha sido el soporte y la lanzadera para este proyecto creativo. También tenemos varios proyectos editoriales y de archivo, porque mi padre ha escrito mucho y creemos necesario conservar esa memoria. Por otro lado, la pedagogía ha sido, y continúa siendo, un eje fundamental dentro del grupo. Formamos actores desde una metodología integral, inspirada en la manera como se transmite el conocimiento tradicional, es decir, sin segmentaciones disciplinares, sino desde la integralidad.
¿Cómo decides o cómo surge la posibilidad de irte a Dinamarca con 17 años al Odin Teatret?
Mi padre siempre me había hablado de la ISTA, la International School Theatre Antropology, que dirige Eugenio Barba. Él la visitó en Bonn en 1980, y en Bielefeld en 2000. En un momento de ‘crisis’ profesional, ya a mis 16 años, a raíz del primer unipersonal que me dirigió mi padre, tomé la decisión de participar en una de sus sesiones anuales. Pero aquel año no se celebraba, y en su lugar se hacía el proyecto Ur Hamlet, un montaje a gran escala del Teatro Mundi, dirigido por Eugenio, con más de cien actores de tradiciones de todo el mundo. Esa fue la razón de mi primera partida hacia Dinamarca, en julio de 2006.
Después, una vez allí, una serie de sucesos fueron abriendo las puertas hacia lo que probablemente fueron los 10 años más importantes de mi vida, hasta ahora. Primero, trabajé como voluntaria en los archivos del Odin Teatret, y desde ahí se fue dando la relación con las actrices y los actores de la compañía. Más adelante, Eugenio me propuso participar en el proceso creativo de la siguiente obra del Odin, y comenzó un trabajo de cuatro años de montaje de lo que finalmente sería La vida crónica, un espectáculo con el que giramos por todo el mundo y donde participé hasta mi partida. Durante ese tiempo, Iben Nagel Rasmussen, actriz del Odin, se volvió mi maestra directa y me acogió como discípula. Fue con ella, con el Puente de los Vientos y con los demás actores del Odin con quienes tuve mi formación, pura y dura, como actriz.
Es una compañía imprescindible para entender el teatro contemporáneo. ¿Cómo ha sido trabajar 10 años allí?
Creo que la palabra que debo utilizar para responder esto es que ha sido un ‘trabajo’. Un trabajo con todas sus virtudes, obligaciones, oportunidades y dificultades. En el Odin se trabaja realmente mucho, pero se trabaja desde un lugar de ética tanto humana como artística, que llenan de virtud la palabra ‘trabajo’: tu trabajo no está separado de tu vida y se vuelve parte de tu desarrollo como ser humano. Sin duda, es un trabajo agotador, pero ha sido en él donde he aprendido a estar entregada al cuidado de cada mínimo detalle, a superar mis propios límites, a las grandes responsabilidades (logísticas, humanas, artísticas) y a entender la sacralidad del teatro que allí se hace.
Ha sido emocionante porque cada día en el Odin fue diferente al otro, nunca fue monótono, y todos los días aprendí algo, y constantemente recibí estímulos artísticos muy valiosos, ya sea por las personas que allí están, con las que el contacto íntimo resulta más que enriquecedor, ya por las que pasan por allí, porque en el Odin confluyen un sinnúmero de caminos teatrales y es casi un centro de peregrinación teatral. En lo personal, el Odin es para mí un hogar, y sus gentes son como una familia. Sigo teniendo mucho contacto con él, como si fuera una ‘casa páter’, y un lugar al que regreso.
Imagino que habrás aprendido muchas cosas, pero ¿qué es lo que más te ha marcado de estar en el Odin? ¿Cuál es el hecho diferencial de pertenecer a esta compañía?
En el Odin, la estructura funciona de una manera diferente que en otro grupo. Está anclado en unas lógicas paradójicas, que miran todas a potenciar al ser humano. Por ejemplo, todos ganan un salario estable, y todos el mismo, desde el contable hasta el director, pasando por los actores. La importancia de cada uno se da por la ancianidad, no por el talento. Las tareas prácticas, como limpiar el teatro o encargarse de la escenografía, se dividen equitativamente entre todos los miembros. Cada actor tiene responsabilidad absoluta de su trabajo en escena y también en la creación de los materiales, los vestuarios y la escenografía. En pocos lugares de trabajo puedes dedicarte a la exploración, al entrenamiento, a la búsqueda de materiales escénicos e ideas nuevas, como en el Odin, pero la responsabilidad por aquellas ideas es absoluta.
Para mí, es difícil pensar en qué cuál es el mayor aprendizaje adquirido allí, porque ha sido un poco todo y ha marcado mi forma de ver el teatro, me cuesta pensar bajo una lógica diferente. Por lo que veo en otras compañías, noto que en el Odin el actor tiene una gran libertad, lo que conlleva una gran responsabilidad. Es un lugar donde las necesidades creativas de los actores tienen una tierra donde germinar y florecer, pero esto es un gran trabajo, y por ello la disciplina y el rigor son dos aliados necesarios en la creación.
En el Odin, aprendes a ser autónomo, a proponer, y, si algo no te gusta, a responder a ello no con un «no», sino con una contrapropuesta. La expresión «no puedo» no se usa. Es un lugar lleno de ‘metáforas vivientes’, es decir, entornos estimulantes de relaciones significativas entre las ideas y las acciones.
¿Cómo es Eugenio Barba? ¿Qué nos puedes decir de él?
Puedo decir que es una gran persona, un gran maestro. Es alguien que tiene una generosidad enorme a la hora de transmitir, que no es ‘tacaño’ con su trabajo. Es un trabajador tenaz y le da al trabajo la importancia que tiene, no al talento. En el fondo, Eugenio tiene una esencia traviesa, si bien su fama es la de una persona estricta: detrás de este rigor, lo que hay es unas grandísimas ganas de jugar, de jugar seriamente, jugar hasta las últimas consecuencias.
Es una persona muy sensible: yo lo he visto emocionarse, conmocionarse, aunque él no te muestra fácilmente esta fragilidad y las personas tienen una imagen de él dura, de inquebrantable. Eugenio es una persona a la que le duele el mundo, y eso lo marca en cada acto creativo y lo hace único. Al mismo tiempo, él es ‘caprichoso’ en lo artístico, me explico: él se permite cambiar de opinión, y lo divertido es que, cuando te dice las cosas -en los montajes, dirigiendo, y la cotidianidad del teatro-, pareciera que cuenta con una absoluta certeza de lo que dice, pero al día siguiente puede llegar con una idea exactamente opuesta, y con la misma certeza. Creo que es una manera de darnos un lugar seguro sabiendo que es también un lugar inestable; esto te entrena en la paradoja, y el teatro que él hace es un teatro paradójico.
Del lado social, Eugenio es un gran creador de comunidad y de redes, no es un lobo solitario. Es feliz así, y le dedica una gran atención a cada una de las personas; en eso, es impecable. Lee todos los libros que le regalan, va a todos los espectáculos a los que le invitan y observa todo con mucha generosidad y apertura, me imagino que es esto lo que lo hace un gran maestro. Su disciplina, su curiosidad, su humildad y su aparente seguridad.
¿Por qué decides regresar a Colombia?
Mi padre estaba envejeciendo, estuvo muy enfermo un tiempo en mi ausencia, y yo comencé a sentir la necesidad de regresar para ayudarlo y ocuparme de él, y para ello necesitaba volver a Colombia. También veía que el Teatro de la Memoria se estaba perdiendo en el olvido, así que tomé la dura decisión de dejar el Odin y alejarme de esas personas a las que amo profundamente, y regresar a casa. Yo me había ido de Colombia a los 17 años, al principio con la idea de estar un mes en Europa, pero las cosas fueron dándose y de repente, sin darme casi cuenta, habían pasado 10 años. Vi entonces el desarraigo, me vi como una extranjera viviendo en Dinamarca y me pregunté dónde quería formar mi vida.
Cuando haces teatro, siempre es bueno preguntarse para quién haces teatro. Yo siempre hacía teatro pensando en Latinoamérica, al igual que lo ha hecho mi clan familiar/teatral. Todos ellos son artistas, y tenemos entre nosotros una red de colaboración. En mis idas y venidas, comencé a sentir que mi presencia y participación en esta red era importante, para ellos, y para mí también.
Así que regresé, y estoy en el proceso de reconstruir mi comunidad -porque cuando estás 10 años lejos, en realidad no ‘regresas’ sino que ‘vuelves a irte’-. Ahora estoy encontrando muchos jóvenes que necesitan hacer teatro de una cierta manera, con un cierto compromiso, y que no tienen las posibilidades de formación que tiene un joven europeo, pero que tienen toda la energía y el talento para desarrollar lenguajes e ideas propias.
¿Qué es lo que te motiva a la hora de crear a nivel personal?
Como dice Eugenio, en el origen de cada acto creativo, hay una herida. La mía es difícil de poner en palabras, pero sé que Candyland es una respuesta a esa herida. Pienso que lo que trato de crear tiene que ver con las raíces y el desarraigo, tiene que ver con el ‘ser’ que se descompone y se recompone… pero no sabría ponerlo en palabras.
¿Cómo ha sido el proceso de creación de Candyland? ¿En qué te has basado?
El proceso comenzó ya en 2012, con la creación de un personaje de calle junto con mi compañera Elena Floris, en el Odin. Habíamos visto unas series de imágenes en revistas de moda, de mujeres vestidas como muñecas rotas. Tenían todas ellas una presencia irreal, dolorosa, pero a la vez bella. Yo quedé fascinada por estas imágenes, y comenzamos a construir juntas el vestuario. Con esta figura, que nació mucho antes que la obra Candyland, llegué a realizar muchas actuaciones de calle con el Odin, pero en lo profundo yo sabía que este personaje tenía una vida propia, y que estaba buscando su lugar. La semilla era la de una muñeca rota y abandonada en el desván, quien, sin poder remediarlo, recordaba sus tiempos de inocencia, de niñez perdida.
Más tarde, me crucé con unos textos de William Blake en una exposición en Madrid. Quedé impactada por sus palabras y por sus pinturas, y se grabó en mí esa atmósfera de hermosa crueldad, donde lo bello se junta con lo terrorífico. Trabajé durante varios años este material, especialmente los Cantos de la inocencia y Cantos de la experiencia, y comenzó a guiarme hacia una estética concreta.
Fue al llegar a Colombia que pude escuchar bien mi necesidad creativa, partiendo de estos materiales. Seguí desarrollando la idea, antes de mostrarle los materiales a Ana Woolf. Trabajaba con músicas, coreografías tomadas de aquí y de allá, nuevos textos que fueron apareciendo y que yo probaba. Trabajé durante un año sola, en casa de mi abuela. A veces me juntaba con un amigo de infancia, Antonio Cortés, músico, con quien probábamos y experimentábamos sonidos y músicas. Y después llegó Ana.
¿Cómo ha sido el trabajo con Ana Woolf? Os conocéis de trabajar juntas en el Odin. ¿Cómo ha surgido esta unión fuera de la compañía danesa?
Desde que nos conocimos en el 2006 ha habido una enorme empatía. Ana ha tenido siempre una sed de crear y trabajar. Recuerdo que cuando comenzaba a estar en el Odin Teatret, yo trabajaba mucho sola y ella fue siempre muy generosa en mirar mi trabajo, en darme herramientas de entrenamiento, y tenía muchísima curiosidad. Nos une lo latinoamericano, especialmente habiendo compartido un entorno europeo. Siempre ha tenido mucho cercanía y respeto por mis orígenes teatrales, por mis padres, y eso es algo que a mí me hizo mucha falta en el Odin. Por eso, la relación con Ana ha sido siempre de mucha cercanía.
Al regresar a Colombia, la primera persona que pensé que podía acercarse al trabajo que yo estaba desarrollando fue ella, aunque yo pensaba que ella iba a estar demasiado ocupada y sin disponibilidad. Pero, cuando le propuse trabajar sobre mis materiales y comenzar un proceso de montaje de obra, ella inmediatamente dijo que sí, “de cabeza”. Para mí, eso fue una gran sorpresa, un honor y una alegría, así que movilicé todos mis medios artísticos y económicos para poderla traer a Bogotá y embarcarnos en este viaje que termina y sigue con Candyland.
Ana ha sabido interpretar muy bien mis necesidades creativas desde el principio, y ha sido profundamente generosa a la hora de crear algo que pudiera dar voz a esa herida. Al inicio, yo le mostré todos mis materiales, como lo mencioné antes, y trabajábamos en casa de mi abuela, que estaba ya vacía y medio en ruinas. Era un proceso de cambio para mi familia, y también lo era para mí en ese momento, y esto fue un marco muy fuerte dentro del proceso creativo.
Desde entonces, la relación se ha fortalecido mucho. Compartimos un mismo lenguaje, una ética y un rigor del trabajo que nos hacen sentirnos en casa profesionalmente, en un mismo lugar de trabajo, pero al mismo tiempo, estar de regreso en América Latina nos da otras libertades y ganas de explorar nuevos lenguajes. Llevamos a cabo otros proyectos juntas, por ejemplo, Teatro a la Mar, que es un encuentro de Antropología Teatral en las Islas del Rosario -en el seno de una comunidad afrodescendiente en el Caribe colombiano-, y donde estamos buscando los orígenes de nuestra identidad teatral latinoamericana y el intercambio artístico y cultural con la población autóctona. También, participamos juntas de la red Magdalena Project, y hemos girado juntas por varias partes de Latinoamérica. Sin duda, la colaboración seguirá por muchos más años.
¿Qué camino te ha marcado ella para terminar de construir la pieza?
Ana llegó desde Lima a Bogotá para trabajar conmigo, tras un viaje en Perú. Allí, visitó el Museo de la Memoria, y el Monumento de El ojo que llora, de Lika Mutal. En el museo pudo escuchar testimonios de víctimas de la guerra en el Perú, y probablemente percibió una cierta afinidad o similitud entre los conflictos de nuestro continente, donde la memoria es el único rescate posible ante la violencia y las pérdidas. Ana es, desde hace muchos años, una activista en Argentina por los derechos humanos y contra las desapariciones desde la dictadura.
Ella llegó con todo esto, que era su necesidad, y, cuando vio mis materiales, lo primero que me preguntó fue que cuál era la mía, y qué elementos de mi propuesta eran intocables. Pasamos una noche entera hablando, desnudando las intenciones y las búsquedas: la pérdida de la inocencia, la soledad, el desarraigo… y la necesidad de tener algo o alguien que te contenga, porque sin ello, sientes que desapareces, que te borras.
Ahí ella me pidió una improvisación sobre «como serás cuando tengas 50, 80 y 120 años»: me vi madurar y crecer, me vi envejecer y volverme cenizas. De ahí surgió el cuerpo, la voz y las palabras de una mujer anciana (que llamamos internamente la abuela), quien, incansable, habita este mundo tratando de encontrar una memoria perdida. Ahí comenzó el proceso de montaje. Nos encerramos a trabajar un mes en la misma casa de mi abuela, y al finalizar el mes, teníamos ya una estructura. Durante ese tiempo, aparecieron y creamos nuevos materiales, danzas que se convertían en acciones, cantos y músicas, y muy especialmente objetos. Por otro lado, Ana propuso un fragmento del texto de la pieza La casa de Rigoberta mira al sur, del dramaturgo latinoamericano Arístides Vargas, y el cual vino a consolidar y cerrar la historia que estábamos queriendo contar.
Tras esto, seguimos trabajando varios meses a distancia, ya separadas, y ahí comenzó el proceso natural de producción y montaje. Entraron personas muy importantes en mi vida con sus aportes artísticos: mi hermano Theo, con la creación audiovisual, mi primo Aureliano, con la fotografía y soluciones técnicas, mi tía Tere, una maravillosa artesana que construyó los objetos de escena, una amiga del alma, Melissa Villegas, con la dirección de arte y la escenografía… Ahí conocí a Giulia Ducci, que culminó la magia con un diseño de luces delicado y potente.
Has recorrido varios países con esta obra. ¿Qué feedback has tenido? ¿Qué te dicen las mujeres al verla? ¿Sientes que, a pesar de que cada país tiene su propia realidad social, los problemas a los que os enfrentáis las mujeres en el mundo son muy parecidos?
Esta es nuestra primera vez en Europa. Hasta ahora, la habíamos presentado en Colombia y en América Latina. Venía siendo muy impactante percibir cómo, al hablar de un conflicto, hablamos de todos los conflictos, de la íntima situación humana que se genera ante una guerra, las pérdidas y las separaciones. Al final, las personas que no vivimos en conflicto también padecemos estas guerras, en el momento en que perdemos nuestra inocencia. Por eso, el espectáculo dice más de la infancia que de lo femenino, es algo que nos toca a todas y a todos. Por supuesto que la guerra, vivida desde lo femenino, tiene unas características muy particulares; se trata de una guerra íntima, que no mira al conflicto abierto, a los causantes o motivos de la guerra, sino a sus pequeñas y profundas consecuencias: la ausencia de una madre, la seguridad de una casa, la búsqueda de recuerdos y la desolación de la ausencia estos… En este sentido, sí tiene una perspectiva desde lo femenino, y creo que hemos conseguido plasmarla.
Para mí, fue muy impactante cuando, una vez, presentamos la obra en una iglesia comunitaria, en el poblado de Chamilpa, en Cuernavaca (México), y al finalizar se acercaron unas mujeres a abrazarme, con lágrimas en los ojos, afirmando que era esa misma guerra la que ellas vivían. Supe luego que eran mujeres de una asociación por los desaparecidos allí, en un conflicto que yo pensaba muy lejano al mío. Es ahí cuando lo que haces cobra sentido, cuando tu herida personal llega a hablarle a las heridas de otras personas.
¿En qué momento o qué vivencia te hizo perder la inocencia?
No es una vivencia en concreto, es cuando miras atrás y te ves como una niña de nuevo, y miras el dolor de esa niña, y te das cuenta de que no atendiste ese dolor, por estar buscando respuestas afuera, y ves que el tiempo no retrocede y que los lugares cambiaron y que ya no podrás ser la misma de antes. Eso puede, sí, suceder a causa de un evento especifico, como un trauma o una acción de violencia, pero lo que queda es lo mismo, es un no poder regresar atrás. Creo que perdemos las inocencias muchas veces en la vida.
¿Cuáles son esos lobos a los que os tenéis que enfrentar las mujeres cada día?
Hay muchos lobos externos, y estamos en un momento histórico en que comienzan a tener rostro, cuando antes no lo tenían. Pero no quiero dejar de hablar de los lobos que tenemos adentro, que nos cargamos, a veces toda una vida, como piedras en la espalda. Porque nos faltan herramientas, o más bien, ritos para sanar, para poder cerrar ciclos, poder perdonar. Creo que Candyland es un intento de este rito, al menos para mí, espero que también para quien la ve.
¿Qué es lo que te motiva a la hora de crear a nivel personal? ¿Cuál es la identidad teatral de Sofía Monsalve?
No sé exactamente cuál es mi motivación creativa. Creo que, si la conociera bien, ya no seguiría buscando. Es precisamente esa incomodidad la que me hace buscar, la que me mantiene en una constante necesidad de búsqueda. Pero lo curioso es que, si termino de decirlo, de plasmarlo en palabras, siento que todo se acaba, que no hay más que buscar, y por eso hago teatro. Es esa característica de lo inacabado la que, creo, me permite seguir buscando y supongo que también creando.
También pienso que mi identidad teatral está en devenir, en proceso. Tengo marcas en mis pies de los lugares por los que he transitado, pero aún está por descubrirse hacia donde voy. Me atrae la idea de poder cambiar, de no quedarme siempre en un mismo lugar: ponerme en cuestión todo y a mí misma cada vez que sea necesario.