Guerrilla cierra un ciclo y abre otro en el camino creativo de Pablo Gisbert y Tanya Beyeler, responsables de las dramaturgias y las puestas en escena de El Conde de Torrefiel. Vital y profesionalmente son otros y Guerrilla supone una apertura a trabajar con otros cerebros, desde otros cerebros, para otros cerebros.
En cada ciudad en la que se representa la pieza, se selecciona un grupo de personas que aportan sus palabras, pensamientos y cuerpos, en una suerte de teatro documental basado en esa colaboración. Nunca antes lo habían hecho así.
El espectáculo se compone de tres partes, como si fueran tres movimientos de una composición musical. No en vano, la música tiene un papel decisivo que va más allá de lo que supone crear un marco intangible de emotividad. El primer movimiento es una conferencia; el segundo, una clase de thai-chi; el tercero es una sesión de música electrónica. Las situaciones de partida son las mismas, pero nunca son iguales porque están íntimamente ligadas a la ciudad en la que se hace la pieza y a sus habitantes.
Guerrilla se nutre del universo interior, confuso y contradictorio, de esas personas que comparten espacio y tiempo y las consecuencias de vivirlos juntos sin conciencia de estarlo. Guerrilla asiste al incendio silencioso de Europa, el que acontece en las mentes de cada cual desde sus cómodos presentes. “Si todo avanza en una aparente paz en la que nos encontramos seguros, ¿por qué dentro de nuestras cabezas involuntariamente invocamos la guerra?”, se pregunta El Conde. Ahí apunta también el dramaturgo italiano Roberto Fratini: “La guerra no ha parecido nunca tan pacífica. La paz no ha parecido nunca tan aterradora”.
En definitiva, “Guerrilla -escribió Rubén Ramos Nogueira- es un concienzudo electroshock al que nos somete una gente que lleva años intentando gritar desesperadamente desde los escenarios con toda la rabia acumulada por una generación”.