Por Pilar G. Almansa / @PilarGAlmansa
«En qué momento decidí dedicarme al teatro»… ¿No os lamentáis una y otra vez? No tiene ni pies ni cabeza. Podría empezar a hablar de la precariedad que en unos años puede ser miseria, pero hay un documental estupendo de Benjamín Jiménez que lo trata en profundidad. Podría hablar de que dedicamos tanto tiempo a gestionar creaciones y reputaciones que en esta carrera gana el mejor comercial dentro del establishment, y a mí no me gusta hablar de mi libro, sino que mi libro hable por mí. Podría tratar la valoración social de las artes y las humanidades en general, pero aquí no se viene con quejas. Quiero hablar de para qué hacer teatro. Para qué. Cuál es su función. Llega un nuevo año y quiero saber para qué sigo haciendo teatro.
¿Cuál es su razón de ser? ¿Contar historias? A la carta, en Netflix, tenemos las mejores historias de Occidente, y en torrent todas. ¿Conectar con el público? Hay que ir al Calderón (al estadio, no al teatro) para entender lo que significa «conectar con el público»: cualquier emoción de menor intensidad es postureo o zalamería. ¿Azote crítico del poder? Seamos realistas: el montaje más desgarrador y caústico sobre economía y/o política que se pueda exhibir no llegará ni a una centésima parte de los espectadores de cualquier nuevo episodio de Star Wars, y los que lo vean normalmente han ido a que les den la razón. Es que esto lo explicó aquí muy bien Luis Felipe Blasco, y hay que citar las fuentes para ser fiel a la verdad.
Me gusta la verdad. Un vocablo malversado y con una poderosa némesis llamada posverdad. Por si algún anacoreta digital no ha leído la definición del término del año para Oxford, es la circunstancia en que «los hechos objetivos tienen menos influencia en formar la opinión pública que las apelaciones a la emoción y las creencias personales». Para Javier Gallego, la palabra «posverdad» es una posverdad en sí misma dado que edulcora la crudeza de la palabra «mentira», una entrada en la RAE de toda la vida. Otras, como Irene Lozano, la asimila a la superstición, a la creencia irracional, a la involución social. En definitiva, la posverdad es la razón por la que uno quiere todos los días salir de ese cibergriterío y morir en la Red, pero en paz con uno mismo.
¿Para qué hacer teatro si este año hemos asistido a magníficos espectáculos globales? Que una estadística no te estropee un buen mitin; que una sentencia judicial no arruine tu argumentario; y la coherencia, que cada uno la entienda a su manera, que para eso vino la posmodernidad hace unos años a repartir verdades a tutiplén… Al final, lo importante es que la narrativa enganche al espectador, que le coja de las vísceras y no le suelte nunca. El espectador se tiene que sentir identificado con el político o charlatán de turno y establecer una relación vicaria con él. Si él gana, yo gano. El objetivo es que aunque nada de lo que se está contando tenga que ver con la realidad, cada espectador sí lo sienta como real. ¿Es o no es eso teatro?
Lo es, desde la perversidad y con consecuencias mucho más peligrosas que vivir la pasión de Medea como si fuera propia. ¿Cómo luchar contra la mentira, la posverdad, la tomadura de pelo global y organizada a la que nos están sometiendo? Los datos objetivos, que, a primera vista, podrían ser el arma más poderosa, se han revelado como ineficaces. Los viscerales ciudadanos que, en su legítimo derecho de opinar, obvian la obligación de informarse antes de hacerlo, decodificarán cualesquiera evidencia que le presentemos según su propio sesgo ideológico-emocional. Está estudiado desde hace años y se llama disonancia cognitiva. Pero es que incluso aquellos que no se exacerban con facilidad (por mucho que el que hable tenga detrás un telón de su color político favorito) cogen las pruebas irrefutables con recelo. ¿Qué empresa ha hecho la encuesta o estudio científico? ¿Quién lo paga? ¿Quiénes son los amigos de quién lo paga? ¿Qué empresas tienen los amigos de quien lo paga? También hay datos posverdaderos.
Se me ocurre otra forma de luchar contra la posverdad, y si aún sigues leyendo es que también se te ha ocurrido a ti. En efecto. Por eso estamos como estamos. Hay ciudadanos posverdaderos en todos lados, pero creo profundamente en el poder del teatro para alfabetizar en manipulación emocional. Conocemos qué resortes hay que tocar, tiempos, puestas en escena, vestuario e iluminaciones adecuadas para epatar al público. Al votante. La alfabetización en el s.XXI ya no está en aprender a leer, ni en el conocimiento, sino en desvelar los mecanismos de construcción de la realidad. Si sabes cómo se fabrica una noticia manipulada, serás más cauto con la información que recibas y no darás pábulo a cualquier oscuro blog, por muchos compartidos que tenga. Comprender cómo funciona la creación de agenda de los mass media es básico para luchar contra la posverdad: hay que estar alfabetizado en medios. De igual manera, si eres consciente de cuáles son los recursos narrativos y espectaculares para apelar al público, diferenciarás con más facilidad la impostura de la organicidad, al que escucha frente al que hace que escucha, encontrarás las incoherencias en los discursos, entre lo que dijeron ayer y dicen hoy, sabrás cuándo están queriendo que grites y cuándo que calles. O quizá no sepas distinguir ciertas cosas a la primera, pero al menos serás capaz de plantearte si lo que estás viendo es verdad o un show. En eso consiste estar alfabetizado en narrativa y espectáculo.
Pero antes tenemos que empezar por desarmar de posverdad el propio mundo del teatro. Estamos enfrascados en la lucha por la supervivencia, la estrategia neoliberal más eficaz para que los ciudadanos no puedan ver el bosque, y en nuestro caso supone trabajar tanto por una reputación como por entrar por los escasos huecos que ofrece el sistema. La competencia es feroz. Por otro lado, nuestro tiempo de reflexión conjunto está copado por quejas y propuestas sobre cómo sobrevivir como sector (algo muy necesario, lo hacemos todos), pero la reivindicación profesional y la búsqueda de reconocimiento no pueden estar desprovistas de teleología. Cuando no sabemos para qué hacemos teatro, este se convierte en mentira. ¿Recordáis hace apenas cinco o seis años, cuando hacer espectáculos sobre la actualidad era de locos? No te iban a contratar los ayuntamientos, estabas abocado a no tener gira, ni subvenciones. Parece que, por fin, el presente convive en la cartelera madrileña con la autorreferencialidad y lo trivial: sin embargo, éstas han cambiado de huésped intelectual. Lo que podría ser una oportunidad de pensar por qué un arte tan antiguo como el ser humano actualmente solo existe en los márgenes y carece de presencia social, y así reorientar nuestra actividad, corre el peligro de encallarse en el ombliguismo 2.0 de un sector que exije su supervivencia casi de forma museística, sin pararse a cuestionar cuál es su función de futuro. Algo estamos haciendo mal, todos, cuando sostener el caparazón engulle toda nuestra energía mientras la realidad tozudamente nos devuelve la verdad: trabajamos para nosotros mismos. Por eso el teatro es una posverdad. O sea, mentira.
Si nosotros no recordamos para qué estamos aquí, si no somos útiles, a nadie le va a importar que desaparezcamos. Feliz 2017.