Por Pilar G. Almansa / @PilarGAlmansa
Llega marzo, el mes de la mujer trabajadora, además de otros eventos que nos acarician el corazón (como el Día Internacional del Teatro y el alborozo de la llegada de la primavera). Un mes precioso en el que todo el mundo asiente al unísono en tele, radio y mesas redondas: hacen falta más mujeres. Ea. Llegará abril y cuando alguna de nosotras evidencie en cualesquiera sitio la falta de paridad, se señalará a sí misma para siempre. Ya siempre será feminista en todo lo que haga o diga. Artista feminista. Como lo del gato y el matagatos.
La verdad es que hablar de feminismo me agota, lo cual no me hace menos feminista. Me cansa porque parece ser el único tema sobre el que las mujeres podemos gozar de total y absoluta autoridad delante de cualquiera. He leído muchos más libros sobre economía de mercado (como documentación para mi último espectáculo, Banqueros vs. Zombis) que sobre género, y sin embargo, tengo menos credibilidad afirmando que las fiestas neoliberales del mal se celebran en el Banco de Pagos Internacionales que diciendo, otra vez más, que tal o cual programación de teatro público carece de directoras y dramaturgas actuales. Teniendo en cuenta que lo último es simplemente un acto de constatación numérica y lo primero el resultado de un largo proceso de investigación, lo lógico sería que mi autoritas estuviera relacionada con mi conocimiento, no con mi capacidad de leer datos en voz alta. En sí mismo, concederme más credibilidad como feminista que como economista aficionada es profundamente patriarcal.
Y vuelta la burra al trigo de señalar la urdimbre invisible del patriarcado. El techo de cristal, los micromachismos, la hipersexualización… Verdades como puños que pueden llegar a golpear. Y a matar. Porque que un tema te canse no quiere decir que el silencio sea la mejor opción. ¿Qué haces, si la realidad está ahí? En serio, si detectas una realidad que para otros es imperceptible pero afecta a tu vida, ¿lo dejas pasar? ¿Haces como que no va contigo, la, la, land? ¿O lo cuentas? ¿Te arriesgas a cargar con una etiqueta que podrá abrirte algunas puertas, pero cerrarte otras para siempre? ¿Haces honor a todas esas mujeres que, con su compromiso, han hecho posible que estudies una carrera, tengas una cuenta corriente personal y puedas ser madre soltera, o intentas navegar sin que se detecten tus gafas violeta en las ya de por sí revueltas aguas del mundo del espectáculo, donde tus posibilidades de ser contratada se cuentan por ‘likes’? ‘Likes’ que concedemos con más facilidad a hombres que a mujeres. Y, si no, miren las cuentas más seguidas en Twitter, las fotos con más ‘me gusta’ y cuántos comentarios entusiastas reúnen féminas y machos, y hagan estadística, señores, que los casos concretos no conforman tejido social.
Otra vez. En serio que es agotador. Está en todos lados.
Cuando preparábamos ‘Banqueros vs. Zombis’, el equipo y yo reflexionamos mucho sobre la psicología del rico. Os invito a hacerlo, hay numerosos estudios al respecto. Uno de ellos (que no he podido encontrar para citarlo) hablaba del proceso de ‘personalización’ del rico frente a la ‘despersonalización’ del pobre. El rico y famoso tiene una narrativa pública que nos lo acerca emocionalmente, como hacen todas las historias. ¡Que levante la mano quien no haya dejado de creer en el amor tras la ruptura de Brad y Angelina! Por el contrario, de los cienes, cienes de millones de desposeídos que hay en el mundo, solo conocemos una narración colectiva que hace completamente intercambiables a todos los negritos desnutridos de África. Por eso nuestra empatía hacia el rico es concreta, personal, mientras que hacia el pobre es abstracta e impersonal. Y así, dos nombres propios como Brad y Angelina, si ni siquiera apellidos, pueden contener una historia por todos conocida.
A las mujeres nos pasa lo mismo que al pobre. Estamos agrupadas, por eso puedo empezar diciendo ‘las mujeres’ y la frase tiene sentido. Somos las ‘feministas’, ‘el colectivo’, se debate el papel de ‘la mujer’, ‘las víctimas de violencia de género’… Como los desposeídos, no somos seres concretos, nos cuesta trabajo que nos den nombre propio. Sigo con mi historia: en los últimos tres años he encontrado, al menos, diez personas que conocían el título de una o varias de mis obras (algunas de antes de la crisis), pero no conocían el mío. Para un off de Madrid, que alguien recuerde el título de un montaje que estuvo en cartel hace más de doce meses es todo un logro. Una lástima que yo, como artista, tenga que volver a presentarme.
La despersonalización es lo que permite que el asesino mate a su víctima. No hay que quitarle importancia al asunto del nombre propio. A mí, como mujer, me han pasado muchas de las cosas que cuentan en este vídeo y he vivido experiencias similares a las que narra Olga Rodríguez en el entorno periodístico en este artículo. Pero no soy ninguna de ellas. Agrupadas somos más fuertes, compartir la experiencia personal y comprender que hay una estructura que sesga nuestro crecimiento es imprescindible, las estadísticas son reveladoras del sistema, pero es urgente que seamos individuos. Que haya relatos públicos de mujeres concretas (artistas, políticas, científicas) es quizá la punta del iceberg, pero contribuye como pocas cosas no solo al empoderamiento de aquellas que se encuentran en situaciones verdaderamente peligrosas, sino que es un mecanismo para desactivar esa despersonalización social que nos hace intercambiables como cromos. Luchar contra la violencia de género y la discriminación empieza por dejar de considerarnos solo mujeres, víctimas, activistas o feministas, y llamarnos a cada una por nuestro nombre y apellidos. Reconocer la complejidad de la persona que un día charla de economía, otro de patriarcado y otro de estudios medievales, sin que por ninguna de estas facetas quede estigmatizada de por vida.
Si, como yo, estáis cansados de escuchar hablar de feminismo, por favor, llamadme por mi nombre para que pueda hablar de otra cosa.