“El teatro nos permite dejar lo que tenemos y conocemos por lo que deseamos e ignoramos saber”, dice Eugenio Barba. A la sombra de este árbol ha construido un espectáculo que crece leyendo los periódicos, papeles que se obtienen -o se obtenían- de los árboles, precisamente. Un espectáculo suscitado por el inagotable reguero de sacrificios humanos que recogen los periódicos a diario. “¿Cómo mostrar un sacrificio humano en el teatro?” se pregunta Barba. Y va más allá: “¿por qué hacerlo?” He ahí la cuestión. Desde Perseo y Medusa, desde Judit y Holofernes, desde Aquiles y Agamenón, Cicerón, San Pablo, Thomas More, María Estuardo… nuestra cultura europea se asienta en un sinfín de decapitaciones, por eso el árbol de la Historia crece vigoroso pero muerto. ¿Cómo conjugar esta paradoja?
El árbol es, dice su director, “la historia de un árbol inmenso y muerto: el árbol de la Historia, el árbol de las nostalgias, el árbol del olvido. Sobre las montañas se desliza la luna e ilumina a niños soldado que sueñan, monjes que ruegan, madres que maldicen el cielo y señores de la guerra angustiados por la suerte de sus hijos”. La historia de El árbol es una historia necesariamente global, que arraiga en Siria lo mismo que en Nigeria, en Europa, Asia, América y África, allá donde los bosques que estaban antes de que el hombre llegara al mundo han dejado paso a los desiertos que quedarán cuando nos hayamos extinguido, sirviéndonos de la frase de Chateaubriand (“los bosques preceden a las civilizaciones, los desiertos las siguen”). Es, en fin, feliz noticia para el teatro aunque el cuento suene triste y rabioso. Con El árbol, el Odin completa la Trilogía de los Inocentes. Las otras dos partes también se vieron en La Abadía: La vida crónica era el aciago futuro; Las grandes ciudades bajo la luna el convulso presente; y El árbol está arraigado en el pasado reciente.