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María Velasco: “No hace más de tres meses que dos amigos se reúnen para preparar un proyecto artístico sobre la felicidad. Se encuentran en una cafetería no lejos de aquí, entre el Paseo de los Melancólicos, donde antes hubo cultivos, ferrocarril y viviendas, y la Glorieta de Embajadores. Es una de las zonas más tristes de Madrid, con aves exóticas invasoras y un campamento de heroinómanos. Sin embargo, ellos hablarán de la felicidad. Ella dice que es más difícil pensar en la felicidad futura que en la pasada. Y él…»
Jesús Rubio: “¿Cómo podría yo coreografiar cuerpos felices? Si se intenta ser feliz, no se es. Si se intenta bailar la felicidad, el intento nos atenaza hasta una profunda desdicha. Sólo se puede encontrar felicidad en el medio de otra búsqueda. Por eso estamos con la espiral, una forma que no termina nunca en la que buscamos ritmos, encuentros, apoyos, propulsiones… La felicidad aparece entonces casi esquiva. Dura poco pero nos llena de luz el recorrido. Mientras tanto, no estamos mal porque nos mantenemos ocupados tejiendo oscuridades”.
El movimiento como metáfora
En todas y cada una de las eras, del tiempo y del espacio, el ser humano ha buscado su felicidad. Esta da nombre a un lugar común (un horizonte de expectativas que la historia del arte ha iluminado paso a paso). Y al mismo tiempo, un no lugar.
Felicidad es el nombre de la promesa aplazada que hace que los cuerpos sigan bailando (o quemando etapas). Nombra también una inercia: el pesadísimo legajo de metas que aboca a esos mismos cuerpos a un grado máximo de cansancio. Es el movimiento arquetípico de la vida, su ingenioso truco para atraer al público. Es la anatomía de una sonrisa, como la de La Gioconda, in-alcanzable.
Eras de la felicidad pasa por encima los límites de danza y filosofía; nos recuerda que, como dijo Badiou, el movimiento es metáfora del pensamiento.
