Análisis de Rossini en la cocina (Compañía La Tartana Teatro)
Por Carlota Nicolás
Se nos acostumbra a la sorpresa
Con maestría Rossini nos mete en su cocina, nos hace vivir sus problemas y compartir sus acciones, ¿y su música? Su música nos lleva de la mano, pues su música impone a todo lo que hay en la cocina el movimiento, su música hace que todo cobre vida; y qué mejor que una obra de títeres y objetos para bailar sumergidos en sus notas. La manipulación de las delicadas marionetas de Carlos Cazalilla y Edaín Caballero en la sombra absoluta es brillante.
Este espectáculo hace tan partícipes al público y especialmente a los niños que en varias ocasiones piden y advierten a Rossini sobre los peligros por sus distracciones; Rossini sin dirigirse a ellos, manteniendo el carácter de la obra narrativo y no didáctico, les escucha y les responde hablando consigo mismo como si una voz interior le estuviera advirtiendo de sus errores. Solo un actor tan experto y sutil como Esteban Picó puede mantener así el carácter del personaje.
En esta obra se consigue que las muchas piezas musicales, casi todas oberturas de Rossini, nos lleven de la mano por una historia tierna, humana y extravagante como la propia vida de Rossini: «Comer, amar, cantar y digerir son los cuatro actos de esta ópera bufa que es la vida».
Además de la cocina de Rossini compartimos sus amores y también los de su gato. Esta sobrecarga de sucesos y personajes podría haber sido excesiva si no se hubiera resuelto con delicadeza y gracias a la música y a las marionetas que nos conducen como de puntillas en un balanceo entre el humor y la expectación. De modo magistral se nos acostumbra a la sorpresa, si eso fuera posible, pues desde el primer momento la obra nos infunde una expectación y nos desliza por las sorpresas haciéndonos aceptar que todo en una obra de títeres puede suceder.
La compañía La Tartana Teatro arriesga, como siempre hace, imponiendo la música clásica como guía narrativa y resuelve este reto metiéndonos en una cocina con un personaje distraído y jocoso, que quizás siempre supo que el amor todo lo vence, y que la alegría al igual que la música ayuda a vivir.
Esta obra de La Tartana de 2019 es, como las cuatro que le han sucedido en estos años, una obra que relata. La compañía tiene una línea que hoy resulta innovadora e incluso diría revolucionaria, pues desafortunadamente en estos momentos el relato es aplastado por lo fragmentario, lo inconexo y lo breve. Contar cuentos tan bellos que enseñan a esperar a los niños, conseguir que tengan paciencia, que confíen sabe hacerlo La Tartana con plena conciencia, insistiendo en su generosa abundancia.
La Tartana y sus obras ‘para todo el mundo’ ofrece al mundo infantil algo imprescindible: la narración de algo que se desarrolla en el tiempo, a la que hay que dar nuestro tiempo para que se llegue al final; en la oscuridad del teatro la impaciencia se refrena y la sorpresa florece. Se puede conseguir que los niños de hoy se asombren, se suman en el estupor y abandonen o al menos descansen del protagonismo, creo que hoy desproporcionado, de sus tenues vidas.
Tras ver esta obra y la alegría de los niños al salir del teatro recobramos un poco de confianza en la capacidad de ser transformados en una sala oscura y mágica, donde dejarnos balancear por el espectáculo.
Análisis de Una rueda que da vueltas (Cía. Almealera).
Por Alberto Polo Martínez (Colectivo Verde la Siegan).
Compartiendo el pan damos vida a los recuerdos.
El espectáculo de teatro de objetos, titulado Una rueda que da vueltas, llegó a la sala Pradillo, a través de la IX edición del festival Pendientes de un hilo, el pasado 6 de noviembre. Es una creación de Laura Santos para su Compañía Almealera -nombre que sugiere un compromiso con el mundo
rural preindustrial y de subsistencia-. Siendo, más que una Compañía, un Proyecto iniciativa de creatividad artística, transformación e intervención social.
La obra se centra en convertir un oficio y una forma de vida desvaída, fantasma de una grandeza perdida y reliquia del pasado muerto, en un tejido flexible, una materia de flor nueva, una memoria viva.
La puesta en escena cuenta con una terminología etnográfica, propia del mundo del campesinado y la molienda. En ese contexto la actriz y dramaturga sale con su mono de trabajo, invitando al público a compartir el ritual de sus ancestros en el escenario. La escenografía es impecable,
contando con objetos orgánicos propios del campo castellano-leonés y del ámbito agrario. Hay una coherencia en los tonos cromáticos y en la aplicación de luces y sonido. El acto escénico se desarrolla siguiendo el ritmo de las estaciones climáticas, que marcan el año agrícola y condicionan
el tempo de todas las actividades vitales.
Laura Santos ha llevado esta obra por toda la geografía española, realizando cerca de las cien funciones en tres años. Esta intensa actividad le confiere una madurez escénica, seguridad y solvencia notables. Sus méritos han sido reconocidos con el Premio Fetén1 2024 a la Mejor Intérprete.
La Compañía Almealera, con su propuesta, realiza una defensa del Patrimonio más audaz, pedagógica y sentida que muchas de las campañas institucionales, tanto estatales como regionales, que se financian con dinero público. Por ello, hago un llamamiento a las autoridades competentes
para que contraten este espectáculo y lo compartan con sus paisanas y paisanos. Sin duda, será una jornada llena de emoción, recuerdo y añoranza.
Considerando la riqueza y la profundidad de la dramaturgia, el texto merece la pena tenerlo por escrito, publicarlo en papel y dejar constancia a
largo plazo. Esto aseguraría el legado de la obra. Sugiero seguir los proyectos de Laura Santos en la página web de Almealera, donde se puede encontrar su trayectoria profesional, los cursos que imparte y el calendario de funciones.
Una rueda que da vueltas es una propuesta escénica de gran calibre que transforma la representación del molino en un ritual que la actriz sacraliza con sus actos coreografiados y con sus palabras, trufadas de términos llenos de poder. Laura con su presencia en escena hechiza como una sacerdotisa con atavío de molinera. Con esa liturgia, se produce una sinergia en el teatro que encumbra la memoria viva (como se vio en las gradas del Teatro Pradillo, que cayeron rendidas en la IX edición de su festival Pendientes de un Hilo). La actriz va componiendo un cuadro que huele a paja fresca y sabe a harina fina. El público queda encantado y seducido por la ceremonia que está vivenciando, participando activamente.
La obra es una reflexión poderosa sobre la vida a ritmo de la solera y la volandera, un tiempo para la nostalgia. El acto escénico es un toque de atención para reflexionar sobre el ser, el saber y el estar de la humanidad, cuyo ciclo vital fue roto y anulado por el desarrollo capitalista, la aparición de fábricas y el éxodo hacia las grandes urbes.
Si hubiera podido asistir a la función, el mismísimo Mircea Eliade, en su libro El mito del Eterno Retorno, hubiera puesto Una Rueda que da vueltas de la Compañía Almealera como ejemplo del mito y sus propósitos.
La obra camina con madurez para convertirse en una apuesta segura. No se la pueden perder.