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Messiez convierte la rehabilitación en un acto teatral

  • diciembre 2, 2025
Por Ka Penichet

"Lo que quiero hacer con la obra es una defensa de la voluntad"

En el corazón del Teatro Español, del 25 de noviembre de 2025 al 11 de enero de 2026, se alza un estreno que promete remover conciencias: Personas, lugares y cosas, del dramaturgo británico Duncan MacMillan, llega a Madrid bajo la mirada y la adaptación del director y dramaturgo argentino Pablo Messiez.

En el centro, Irene Escolar encarna a Emma, una actriz en rehabilitación que, entre la lucidez y la alucinación, busca redimirse a través del arte y de la palabra compartida. Junto a un elenco coral y un dispositivo escénico que indaga en la percepción alterada, Messiez convierte esta historia de adicción y consuelo en una indagación colectiva sobre la voluntad, el deseo y el poder curativo de escuchar y ser escuchados. Sobre todo ello, y sobre cómo el teatro puede convertirse en un espacio de verdad y redención, conversamos con Pablo Messiez.

La obra llega ahora al Teatro Español, pero Personas, lugares y cosas tiene ya un recorrido: se estrenó en Londres en 2015, el año pasado en Buenos Aires… ¿cómo te llegó este proyecto? ¿Fue una iniciativa tuya, de Irene Escolar, o cómo se gestó todo este proceso?

Pablo Messiez. Foto de Laia Nogueras.

Mirá, yo estaba en Roma, empezando Los gestos, con ese vértigo del comienzo: estás en una situación ideal, con libertad total, pero a la vez expuesto porque vas a crear algo que antes no existía. Hacer una obra desde cero es un gesto afirmativo enorme, implica un presupuesto, un equipo y una necesidad que ni siquiera podés explicar del todo. En medio de todo eso me llamó Irene, me dijo: “Sé que siempre trabajás con tu gente y quizá me digas que no, pero quiero contarte que tengo esta obra que quiero producir; tenemos apoyo de gente del cine y me encantaría que vos y tu equipo se sumaran”. Se refería a Max Glaenzel y Carlos Marquerie, con quienes yo venía de trabajar en La voluntad de creer. Para mí fue un salvavidas. Después de Los gestos, que iba a ser un proceso muy vertiginoso, me venía bien montar un texto ajeno. Me gusta alternar una creación propia y luego un material de otro autor. Además, Personas, lugares y cosas la había leído en mis primeros años en Madrid y tenía muy buen recuerdo, me parecía un artefacto escénico que funcionaba perfecto. Le dije a Irene que la iba a releer, pero que casi seguro sería que sí. La leí esa misma tarde y confirmé. Lo que vino después fue más complicado, no encontrábamos sala para estrenar. Ningún teatro se comprometía y el proyecto se fue postergando. Hasta que tuvimos una reunión con Eduardo Vasco, director del Teatro Español, que fue muy receptivo desde el primer momento.

 

Duncan Macmillan insiste en que la obra es, en última instancia, una pregunta, un “Por qué” suspendido. ¿Qué “Por qué” te resuena personalmente como creador?

La obra empieza con una frase empezada y termina en la mitad de otra. Personalmente, a mí me resuena el “¿por qué nos lastimamos?”. Creo que esa es la pregunta. Todos lo hacemos. Está la cuestión compleja del goce, que para Lacan es ese exceso… Bueno, acá sale el argentino psicoanalizado (risas). Lacan dice que el goce es ese exceso de placer que te lleva al dolor, esa cosa de pasarse. Por eso el tema de las drogas es tan fascinante. ¿Por qué terminamos haciendo lo que no queremos? Una cosa es cuando hay un vínculo lúdico con la sustancia, pero es muy habitual que, incluso estando ahí, en un registro lúdico, de pronto te pases. Y lo sabés mientras lo estás haciendo. Los que tienen alucinaciones saben que son alucinaciones, y aun así están ahí, entrando, cruzando la línea, sabiéndolo, y sin embargo siguen. Ese fenómeno de la compulsión… ¿Por qué nos cuesta tanto desactivar hábitos compulsivos? Ese es el tema cuando le quitás cualquier mirada estigmatizante a las drogas, el tema es la compulsión. Y si lo mirás simplemente como compulsión: ¿quién no está atravesado por alguna en este sistema que todo el tiempo te pide gastar más, estar más en el móvil? Todo está hecho para la compulsión, para actuar sin pensar, incluso por encima de tu voluntad. Por eso, lo que quiero hacer con la obra es una defensa de la voluntad. De la posibilidad de mirar la cuestión de frente y hacernos responsables. No sentir que somos pobres víctimas de una enfermedad, sino entender que estamos decidiendo, incluso a veces, lastimarnos. Si pudiéramos mirar eso de frente, creo que cambiaría muchísimo. Lo mismo pasa con el lenguaje, me parece que todo cambiaría si pudiéramos hacernos cargo siempre de que lo que decimos tiene efectos concretos sobre la vida de los demás y sobre la nuestra. Y con cualquier tipo de compulsión sucede igual, poder mirar de frente que estamos entrando ahí, reconocer que en algún punto la voluntad dijo: “venga… sé que no quiero, pero voy igual”. Ese es el gran porqué: ¿por qué voy igual si sé que no quiero?

 

En ese sentido, parece que la obra apunta a algo más amplio que la adicción en sí, un territorio donde cualquiera puede reconocerse desde sus propias compulsiones. ¿Dirías que esa universalidad fue también una búsqueda deliberada?

Ojalá que sí. Ese es también uno de los objetivos. Porque, claro, al nombrarlo “adicto”… En uno de los encuentros de Caramel hablamos con un grupo de mujeres que se llaman Metzineres, que están en Barcelona acompañando a mujeres en situación de calle con consumos problemáticos. Les facilitan un consumo más seguro para reducir riesgos y las acompañan en todo ese proceso para intentar que la cosa no se vuelva peligrosa y que puedan salir del dolor. Y una de ellas nos dijo algo en una reunión que, en su momento, me dejó flipando; pensé: “¿De qué me está hablando?”. Y ahora lo suscribo totalmente: “La adicción no existe”. Y yo: “¿Cómo que no existe?”. Ahí entendí que había una apuesta política muy fuerte por salir de ese pensamiento binario que separa entre quienes están “a salvo” y quienes son “adictos”; un pensamiento que estigmatiza al adicto y a la vez tranquiliza al que cree no serlo. Por eso ellas hablan, y yo intento siempre hablar, de consumo problemático, en vez de adicción. Nombrarlo como “adicción” ya frunce el ceño, interviene la escucha, pone un signo menos y genera ese “ellos y nosotros”, los adictos y los sanos. Y también favorece esta idea, que para mí es horrible, de pensar el consumo problemático como una enfermedad, porque eso te libera de responsabilidad.

 

Irene Escolar en Personas, lugares y cosas.

 

Duncan Macmillan escribe en las acotaciones del texto: “Vemos lo que ella ve”. ¿Cómo abordaste la traducción escénica de esa subjetividad radical? ¿Qué decisiones te permitieron habitar la percepción alterada de Emma sin caer en obviedades?

Una de las mejores cosas del texto son las acotaciones. Se nota que el autor sabe de teatro, están escritas con una lucidez y una brillantez muy poco habituales. Y esa acotación en particular, la que se refiere sobre todo al comienzo, cuando la protagonista llega drogada y asistimos a todo ese proceso de desintoxicación en las primeras escenas, abre una puerta muy interesante para trabajar con recursos escénicos que alejen la obra de un material más televisivo. Cuando se trabaja con textos realistas es muy fácil caer en una lógica que hace que el teatro se parezca a las ficciones que vemos en televisión. Y eso a mí no me gusta nada. Me parece que es quitarle al teatro su potencia específica, que necesita otros modos, otros lenguajes. Esa acotación nos permite trabajar con el sonido, con la luz y también con la actuación desde un lugar más libre, sin quedar atrapados en un “realismo televisivo”. Nos da la posibilidad de construir esa percepción alterada de Emma sin recurrir a obviedades, explorando la subjetividad desde los propios medios del teatro.

 

La obra plantea que “el cuerpo siempre sabe lo que pasa”, aunque a veces nos cueste escucharlo. Como director que trabaja desde el cuerpo, ¿cómo dialoga esta idea en tus procesos de ensayo y en tu trabajo con Irene Escolar?

Para mí la cuestión del cuerpo es siempre fundamental porque el teatro es cuerpo y espacio. Sin cuerpo y sin espacio, te guste o no esta idea, no podés hacer teatro. Tiene que haber un cuerpo y un espacio. Aunque sea el cuerpo de quien mira. Ni siquiera hace falta la presencia de un actor o actriz; para que haya teatralidad tiene que haber alguien que mire y un espacio. Yo procuro siempre poner en primer plano el trabajo con el cuerpo y, en este montaje en particular, en este espacio tan alucinante que diseñó Max Glaenzel, que trabaja a partir de la arquitectura del Teatro Español y la convierte en nuestro espacio escénico, intento focalizar la relación de los cuerpos con los límites del espacio. Estar siempre alerta a qué sensación aparece en el cuerpo cuando se acerca o se aleja de esos límites o de los otros cuerpos. Luego está el trabajo específicamente coreográfico, para el que convoqué a Josefina Gorostiza, una coreógrafa argentina extraordinaria a la que ya conocía de Buenos Aires. Ella había trabajado justo en la sala del Teatro Español con La Wagner, una obra que vimos cuando Carme Portaceli dirigía El Español. Así que ella conoce bien este espacio en su propio cuerpo. Además, estaban desnudas en ese montaje, así que la relación piel-espacio era total. Josefina se hace cargo en general del movimiento escénico y de las coreografías que hay para correr, y trabajando con ella y con todo el elenco vemos que el teatro es realmente muy generoso si le das lugar. En lugar de taparlo con escenografía, si lo dejás aparecer es como si el propio espacio te lo agradeciera y te devolviera una sensación muy poderosa en la piel. Estar en ese escenario es realmente impresionante, además de que tiene una acústica increíble. De todas formas, usaremos micrófono también por cuestiones expresivas (la obra trabaja con deformaciones de la voz), pero la acústica del teatro es alucinante. Y con un pequeño avance de tres metros sobre la platea se genera una relación de proximidad, dentro de la inmensidad del espacio, que es muy poderosa.

 

Emma es actriz y adicta. Macmillan sugiere que el teatro y la rehabilitación comparten mecanismos: sentarse, escuchar, ser escuchado. ¿Encontraste paralelismos entre el espacio de ensayo y un grupo terapéutico? ¿Se “cura” algo en la sala?

Las cosas que Macmillan señala sobre las analogías entre un espacio y el otro son ciertas y bastante evidentes. Esa idea de reunirse, de escucharse… El teatro es un lugar al que uno va a escuchar. En cuanto a la cualidad terapéutica, creo que prestar atención e intentar entenderse son dos cuestiones que siempre ayudan a convivir y, por tanto, a sanar posibles heridas. Y esas dos cuestiones son fundamentales para poder actuar, prestarse atención e intentar comprender. En general, muchos nudos o bloqueos en las relaciones aparecen porque alguna de estas dos dimensiones no está funcionando. Y en el teatro, si no funcionan, no hay teatro. O no hay buen teatro, solo hay una demostración de habilidades de gente sola. Aquí el foco está puesto, y es algo que me interesa muchísimo tanto de la obra como del teatro en general, en la cuestión de la comunidad y de la reunión. El alivio del dolor en personas con consumo problemático de sustancias, como plantea la obra, muchas veces aparece gracias a la posibilidad de encontrarse con otros que te escuchan y no te juzgan. Cuando podés hablar realmente de lo que te pasa sin una mirada censora, la culpa se disuelve. Y la culpa es el ancla de la muerte en estas cuestiones. Si disolvés la culpa, gran parte del camino ya está ganado.

 

Escena de Personas, lugares y cosas.

 

La obra evita los discursos moralizantes sobre la adicción. ¿Hubo algo que quisiste desmontar o evitar desde el primer día para no reproducir clichés?

Como te decía antes, yo venía de trabajar Caramel, que es un texto que escribí para Les Impuxibles y en el que estuvimos casi dos años reuniéndonos con distintos grupos que trabajan con personas con consumo problemático, con familiares e incluso haciendo entrevistas a particulares que nos contaban su vínculo con distintas sustancias. Fuimos investigando muchas sustancias, no todas, claro, y observando el tipo de problemática que trae cada una, desde el alcohol hasta la metanfetamina. Así que yo llegaba con mucha información y también con la claridad, o la experiencia, de haberme encontrado tanto con discursos moralizantes como con otros que romantizan ese vínculo. Me interesaba justamente evitar ambos extremos. Entender, primero, que la sustancia en sí no es el problema; la relación puede volverse problemática, pero la droga en sí… Estos discursos que hablan de “la lacra de la droga”, por ejemplo, no los suscribo en absoluto, porque parten de un pensamiento moralista. En cambio, sí me interesa una mirada ética sobre la cuestión, que pueda observar qué provoca, en una situación concreta, esa relación con una sustancia, del mismo modo que observaríamos cualquier relación con otra persona. Entender que la cosa no está ni bien ni mal en sí misma, sino que su sentido dependerá de la alegría que provoque, del tipo de experiencia que genere.

 

Macmillan habla del proceso de recuperación como algo que no tiene principio, medio ni fin. ¿Cómo se plasma teatralmente una historia sin arco clásico sin renunciar a la intensidad dramática? 

Lo de “principio, medio y fin” lo plantea el propio texto, cuando Emma llega al centro, dice que no cree en principios, medios ni finales. Después esto se pone un poco en crisis y ella misma duda; no recuerdo exactamente cómo lo formula, pero deja abierta la posibilidad de que quizá sí tenga sentido pensarlo así. A mí me encanta que no cierre esa idea, porque cuestionar que el principio, el medio y el desenlace sean la única manera de entender las cosas es algo que suscribo mucho más que la organización clásica de las ficciones. Pero bueno, la obra no toma partido; simplemente hace que los personajes lo expresen. Lo que sí aparece muchas veces en este tipo de grupos es una lógica que a mí no me interesa nada, esa forma de organizar el mundo entre “adictos” y “no adictos”, o pensar que quien es adicto lo es para siempre. Es como una especie de cruz que hay que cargar toda la vida, de estar del lado del “mal”, aunque no lo digan así. Es una mirada que tiene un tufillo moralista. Por suerte, la obra no reproduce eso. Aunque Emma entra en un grupo que se rige por la lógica de los doce pasos, la misma ideología que estructura los encuentros de Alcohólicos Anónimos o Narcóticos Anónimos y que sí tiene un trasfondo bastante moralista, el texto no dice “esto es lo que hay que hacer” ni “esto es lo que no hay que hacer”. Solo comparte la situación de una persona en crisis entrando en ese mundo, mostrando su experiencia… y ni siquiera sabemos si ha sido eficaz, porque cuando termina la obra no sabemos si ella volverá a consumir o no.

 

En muchos discursos sobre la adicción aparece la idea de que “quien es adicto lo será para siempre”. En la entrevista hablamos de cómo algunas ficciones, como recientemente la serie Yakarta de Movistar, cuestionan ese supuesto y plantean la posibilidad de una relación distinta con el consumo. ¿Cómo te posicionas frente a esa mirada y qué lugar ocupa en tu trabajo y en tu pensamiento sobre la obra?

Sí, total, sí. Lo que pasa es que, estudiando sobre esto, escuchando a gente y charlando, también aparece otra realidad; hay personas para las que la única manera de gestionar esta cuestión, y de salir de una situación límite, incluso de muerte, es adherirse a esta lógica del “nunca más, nunca más”. Personalmente, eso me parece horrible. Yo creo en la voluntad, por algo hice La voluntad de creer (risas). Creo que ponerse en un lugar tan infantil y entrar en estas lógicas conductistas de premio y castigo, con “papá o mamá Narcóticos Anónimos” diciéndote que sos adicto para siempre y que nunca más podés consumir, me resulta ideológicamente problemático. Pero también entiendo, y esto lo quiero recalcar, para no hablar a la ligera de situaciones que sé que son complicadísimas, que hay gente que me ha contado que encontró realmente en esa lógica, que ideológicamente no comparto, una especie de salvación. Hay personas que están fatal, con un nivel de enganche tremendo, y solo pueden gestionar el no seguir consumiendo pensándose como adictos para siempre y obedeciendo una ley externa que les dice: “Nunca más. No te acerques ni a las personas, ni a los lugares, ni a las cosas que te puedan hacer recaer. Nunca vas a estar a salvo de una recaída, por lo tanto, siempre serás adicto”. Esa mirada no me gusta nada. Pero, para no ponerme moralista, porque yo también podría caer en un moralismo propio, entiendo que, si es lo que le funciona a alguien, entonces adelante.

 

Personas, lugares y cosas.

 

Irene Escolar interpreta a Emma, un personaje que navega entre lucidez y distorsión. ¿Cómo trabajaste con ella la vulnerabilidad sin convertirla en espectáculo? 

El trabajo con Irene, la verdad, ha sido alucinante. Es una actriz buenísima, extraordinaria, pero además muy valiente. No es la primera vez que trabajo con una actriz extraordinaria, pero hay algo en Irene, una especie de inteligencia o lucidez, que hace que pueda soltar aquello en lo que cree y que sabe que le funciona, para probar otra cosa. Y esto no es nada fácil de conseguir: que alguien realmente pueda dejar de lado sus certezas y animarse a explorar un camino distinto. Ese acto de generosidad tan enorme por parte de Irene lo estoy disfrutando muchísimo, porque creo que es una circunstancia ideal para poder trabajar.

 

El elenco es amplio y diverso, con figuras como Brays Efe, Sonia Almarcha o Javier Ballesteros. ¿Qué tipo de comunidad buscaste construir dentro de escena?

Estoy feliz, porque es un equipazo de gente extraordinaria, a la que además llamaba con un poco de pudor, porque en realidad no hay tantos personajes con mucha “chicha” en la obra: hay muchos que tienen muy poco texto. Sin embargo, por el trabajo que estamos haciendo, y ahí entra también Josefina, al final todos tienen una presencia mucho mayor de la que aparece en el papel. Contar con la confianza de toda esta gente tan extraordinaria, con trayectorias tan alucinantes, como Claudia Faci, por ejemplo, y cada una de las personas que está, me pone muy contento. Es fundamental para la obra no pensar en ellos como “personajes menores” o como figuras que simplemente sostienen el trabajo de la protagonista. Sería ir en contra del sentido mismo de la obra, que justamente plantea que necesitás al grupo, que sin el grupo no podés salir de ningún sitio ni ser nada. Así que me siento muy privilegiado de tener este equipazo para hacerla. Muchas veces pasa, de hecho, yo vi la versión inglesa, que la protagonista es buenísima, pero luego hay niveles muy irregulares en el elenco. En este caso, todo el mundo es alucinante.

 

En el texto aparece una escena clave entre Emma y su madre, que se convierte en uno de los momentos más íntimos y reveladores del montaje. ¿Cómo trabajaste esa dimensión familiar, tan cargada de herencias emocionales, para que dialogara a la vez con lo íntimo y con lo político?

Hay algo que planteamos desde el espacio, que Maxi (Glaenzel) resolvió de manera brillantísima, que fue que toda la obra tuviera un grado de abstracción muy grande, y que cuando llegáramos al cuarto de la infancia todo se volviera hiperrealista. Era importante generar, dentro de lo público, un espacio de intimidad. En esa escena queríamos hacer algo muy íntimo, con las paredes cerquita, cuando en el resto de la obra las paredes están lejísimos porque el escenario es inmenso. Y ahí, por primera vez, entra una estructura que las contiene. Desde ese lugar de intimidad se hace público un vínculo que todos conocemos muy bien y que, supongo, ninguno entiende del todo. Para mí, más que una obra sobre las drogas, es una obra sobre los vínculos familiares y las herencias, sobre el peso de esas miradas que arrastramos. Y esa escena con la madre es de las cosas más bonitas que he leído en términos de teatralidad.

 

En el texto aparece el humor como salvavidas. ¿De qué modo ese humor se convierte en herramienta ética y no en banalización del dolor?

El dolor está mirado de frente, pero justamente por eso tampoco está tratado de un modo paternalista o solemne. Y ahí aparece el humor en la escritura, que creo que es fundamental para no “bajar línea”. Cuando tiene que doler y doler a fondo, la obra va ahí, mete el dedo en la llaga y se adentra de lleno en el dolor. Pero esas escenas conviven con otras en las que el humor está muy presente. Y creo que es una estrategia muy lúcida del autor. Tiene algo muy guay, que es una especie de estructura de tragedia, un coro y unos personajes. Hay unos cinco personajes con mayor volumen de texto, donde vemos la defensa de unas ideas u otras, siempre con argumentos muy sólidos, sea cual sea la ideología. Y luego está el coro, que es el grupo. De alguna manera, la estructura de la pieza avanza desde las escenas corales hacia las escenas más propias de lo que en la tragedia clásica serían los personajes. Sin embargo, el modo de escritura está más cerca de la comedia. Es una obra con muchísimo humor. ¿Viste cuando ibas al videoclub y elegías por género, cuando las películas estaban separadas por secciones? Esta sería “comedia dramática”, que un poco engloba todo. Como la vida, que tiene ambas cosas. Hay momentos realmente muy graciosos. El personaje de ella es muy brillante, hace observaciones sobre la vida, la relación con las drogas y todo esto, que son muy irónicas. Tiene una ironía muy graciosa.

 

En tus trabajos suele aparecer la idea de “estar presente”. ¿Es esta obra, con su retrato de una mujer intentando volver a sí misma, un ejercicio radical sobre la presencia?

Sí, eso está muy presente, porque además el último monólogo de la obra habla justamente de eso. Dice: “Estoy aquí, estamos aquí”, casi como un acto de voluntad, de creer. Y es verdad, ella termina la función haciendo una audición en el teatro. Para mí, de alguna forma, toda la obra es una especie de rememoración, el recorrido que ella hace para llegar finalmente ahí, a la arquitectura del teatro, y estar con el público haciendo su audición con este texto que habla precisamente del presente, de poner en valor el estar vivos y estar cerca. Ese “estoy aquí” lo resume todo.

 

Como director y adaptador, ¿hubo algo que necesitaste “desintoxicar” del texto original para traerlo al contexto español de 2025?

Sí. Por ejemplo, en un momento ella recita a Shakespeare y acá recita a Lorca. Son pequeñas cosas que me interesaba que resonaran en España. También cambiamos algunos nombres. Hay un personaje que se llama Foster, el enfermero, un nombre que en inglés tiene cierta connotación de cuidado. Acá se llama Pastor, como quien pastorea o acompaña, no en el sentido religioso, sino en el de las cabras. Nada, los nombres están todos traídos al castellano o adaptados a España. El que es Sean allá, acá es Juan, o Jodi es Moni.

 

Toda la cartelera de obras de teatro de Madrid aquí

Blanca Javaloy, Brays Efe, Carlos Marquerie, Claudia Faci, Daniel Jumillas, Duncan Macmillan, Irene Escolar, Javier Ballesteros, Manuel Egozkue, Max Glaenzel, Mónica Acevedo, Pablo Messiez, Sonia Almarcha, Tomás del Estal
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