Natalia Huarte. ©Susana Martín

Escribo estas líneas en una de las salas de ensayo del Condeduque. En unos minutos Natalia Huarte llegará para empezar el primero de la tercera semana. Cuando se publique este texto, serán ya las vísperas del estreno, ese lugar extraño, temido y ansiado, que es punto de llegada y también de partida. El viaje de Leonora empezó hace unos meses cuando el Círculo de Bellas Artes me propuso hacer una lectura dramatizada del texto, publicado por la editorial Pepitas de Calabaza, con ocasión del centenario del Manifiesto Surrealista y la inauguración en su sede de una exposición dedicada a Max Ernst.  Pensé en Natalia Huarte, con quien sólo había cruzado alguna conversación fugaz a la salida de alguna función para expresarle mi admiración. Le pedí a Lucía Carballal -que la había dirigido en La fortaleza, admirable trabajo- que le preguntara si podía darme su contacto para llamarle por teléfono y hacerle la propuesta. Recuerdo el nerviosismo de aquella llamada torpe. Sin embargo, me dio un “sí” que ahora comprendo como el primer regalo de esta experiencia. Unas semanas después nos encontramos en el Círculo de Bellas Artes.

Desde las primeras lecturas comprendí la potencia del encuentro de esas palabras y Natalia. Con qué intuición prodigiosa, con qué aparente sencillez, con qué transparencia y con qué generosidad, Natalia convertía el texto en presente, en teatro. En diciembre del año pasado presentamos la lectura dramatizada en el Teatro Fernando de Rojas del Círculo de Bellas Artes. En el escenario, los telones originales, diseñados y pintados por Salvador Dalí para el ballet Bacchanale. Y Natalia allí, con el libreto y una maleta, bajo “el Dalí más grande del mundo”. Nada más y nada menos. A los pocos minutos hay un problema con el micrófono. Veo que lo aparta y sigue con la lectura, arrojando su voz como una llamarada precisa. Me atrevo a afirmar ahora que los que estuvimos allí asistimos a una jornada de gran teatro.

Meses después de aquella lectura nos llegó la invitación del Condeduque. En un primer momento se pensó en la posibilidad de una “apertura de proceso”, pero finalmente se solicitó el estreno. Por los plazos y otras cuestiones que no vienen al caso, el único modo de llegar a ese estreno sería hacer de Leonora una producción propia, a pulmón, guarecida por el entusiasmo y por el convencimiento de que debía seguir cuidando de ese encuentro entre Natalia Huarte y el texto. Mi experiencia en la dirección de escena ha sido importante, aunque más rara, esporádica y accidentada. Tengo recuerdos muy luminosos de los procesos de ¿Cómo puedo no ser Montgomery Clift? (compartida con Alberto Velasco), La geometría del trigo, y El mar: visión de unos niños que no lo han visto nunca (compartida con Xavier Bobés).

Ana Wagener en un ensayo de Laurencia. Foto de Mauro Testa.

Días antes que Leonora se estrena Laurencia en la sala Tirso De Molina de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. El azar ha querido que coincidan estos dos monólogos. En Laurencia la dirección artística de la CNTC ha encargado la dirección de la propuesta -entre la lectura dramatizada y el montaje- a Aitana Galán. Tengo la inmensa fortuna de que la gran Ana Wagener se haya enamorado del texto y sea ella quien estrene esta suerte de secuela de la Fuenteovejuna de Lope de Vega.  Dos monólogos y dos modos de estar en el teatro…

Escribo estas líneas, sí, en una de las salas de ensayo del Condeduque. En unos minutos Natalia Huarte llegará para empezar el primero de la tercera semana. De nuevo tendré el privilegio de ver trabajar a Natalia, de poder imaginar, soñar, buscar nuestra Leonora. Ocurra lo que ocurra en esa fecha ansiada y temida del estreno, algo muy importante ya ha sucedido en la sala de ensayos. Algo que tiene ver con la confianza, con el cuidado, con el aprendizaje, con el respeto, con el amor al teatro. Algo que tiene que ver, sin duda, con la fuerza y con la valentía de Leonora Carrington. Como un ángel iridiscente, ella nos sostiene para que no nos hagamos ni pequeños ni cobardes, para que confiemos en nuestro gesto, para que hagamos visibles nuestras alegrías y nuestros dolores y nos sacudamos esa pobreza de la comprensión a la que llamamos “tema”. Debemos hacer visible otra luz, más desordenada, más libre, más indócil. Ha llegado Natalia. La veo entrar a la sala de ensayos. La alquimia ya ha empezado. Ocurra lo que ocurra en esa encrucijada a la que llamamos “estreno”, yo debo dar las gracias a Leonora Carrington y a Natalia Huarte por hacerme más valiente, libre y verdadero, ahora, precisamente ahora.

 

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