Termina la temporada escénica. También para quiénes nos dedicamos a informar y hacer crítica desde el ejercicio periodístico. Y yo cierro estación con un regusto áspero y un puñado de preguntas.

A estas alturas, una de las grandes cuestiones alrededor de la danza es qué pasara con su programación en algunos espacios de Madrid durante el próximo curso. ¿La tendrá en cuenta? ¿Tendrán cabida en sus instalaciones la exhibición, la creación e incluso espacios para la reflexión de la danza? ¿Debe depender la programación de danza en un espacio escénico, que es público, de quien esté al mando? ¿O debe responder al derecho a consumirla, como derecho cultural, de la ciudadanía?

Tampoco tenemos noticias de si se recapacitará sobre el desorbitado, desacertado y tan poco pertinente precio de las entradas que se dio en algunos casos la temporada pasada. Tal vez la intención sea la de “dignificar la danza”, como he oido por ahí, pero desde luego, el resultado poco tiene que ver con lo digno. Más bien, el resultado convierte la danza en algo elitista, alejado de la mayoría, accesible solo para algunos bolsillos. Entradas a 50 euros en un país en el que vivir de la cultura es de lo más precario, y consumir danza algo en lo que hay que trabajar, no tiene sentido. La danza necesita estar presente en la vida de las personas; después, la danza necesita que se pueda acceder a ella. Y no se trata de que no lo valga. No tiene nada que ver con lo estupenda que sea una creación o quienes la hacen. Se trata de la situación socio económica en la que nos encontramos la mayoría y de donde no se puede extraer a la danza ni el desconocimiento que sigue existiendo alrededor de ella. Dos premisas fundamentales, creo yo, a la hora de programarla.

Últimamente he descubierto a la filósofa Adela Cortina. Y de lo poco que he podido leer hasta ahora, me quedo con dos conceptos fabulosos se miren por donde se miren. Uno es lo que ella llama palabras fecundas. Aquellas que encierran la capacidad de decir y hacer. Que contienen capas de profundidad. Que consiguen cristalizar en algo material. La otra premisa fabulosa de Cortina es la de la ética mínima. Pasa por decir que los mínimos principios de justicia deben estar por encima de los máximos de felicidad. Es decir, que hacer las cosas bien, desde una ética que permita realizar el trabajo con honestidad y compromiso (que gran palabra), debería ser la única vía para la satisfacción y la alegría. Palabras fecundas y ética mínima le vendrían muy bien a la danza. Tal vez para la próxima temporada. Veremos.

 

Toda la cartelera de obras de teatro de Madrid aquí