Lo que todos intuíamos por fin puede medirse: el grupo de investigación sobre Economía de la Cultura (Econcult) de la Universidad de Valencia ha medido el valor añadido de la cultura, estimando que desde la pandemia se ha incrementado en un 35%. De igual manera, ha calculado que con “cada euro de incremento de demanda de los bienes o servicios culturales, el valor añadido de la economía aumenta en hasta 1,75 euros”. La Fundación Cotec ha añadido indicadores de productividad, empleo, salarios, comercio exterior, turismo o innovación, y en su informe Los sectores culturales y creativos en España concluye que la cultura no solo arte o expresión identitaria, sino que es motor fundamental del desarrollo económico y territorial.
A pesar de que cada vez está más claro que la cultura, o para ser más exactos, la creación contemporánea -entendida la contemporaneidad de manera cronológica y no como género- es una de las palancas clave del desarrollo económico y social de un país, parece que todavía la sociedad en su conjunto se resiste a aceptar la dimensión monetaria de la cultura. No es solamente que las instituciones públicas o privadas no valoren las artes plásticas o escénicas; no es solamente que se pague poco por el trabajo artístico; es que creo que incluso los profesionales no quieren hablar de la parte económica de su actividad.
Parece que incluir el indicador monetario en lo artístico es, de entrada, inelegante. Hablar de dinero rebaja, abarata o trivializa la actividad sagrada de transmitir mensajes importantes a la humanidad a través de nuestro arte. De dinero solo se habla con personas de gran confianza, aquellos que no van a juzgarte por querer, no sé, pagar una factura con tu texto dramático o tu corto. En las entregas de premios no se habla de cuánto cuestan las cosas, de cuánto están ganando de verdad esos artistas, o de cuántos beneficios generan. A esta mentalidad se le suma la enorme dificultad de acceder a información de producción, presupuestos o costes reales de cualquier producción. Pareciera que la creación de contenido artístico pudiera existir de manera aislada al entorno en el que se produce.
No es, por tanto, de extrañar, que a los propios artistas les resulte casi vergonzoso plantearse una reivindicación sobre la influencia de su actividad en el conjunto de la economía. El impacto en restauración, en hostelería, la revalorización de zonas de la ciudad, el incremento de servicios públicos o en la cultura de empresas de otros sectores… es real y tiene un peso específico con el que deberíamos contar a la hora de realizar nuestro trabajo. Y no, no deberíamos avergonzarnos de ello. Puede que la mentalidad dominante imponga que nuestro trabajo debe estar fuera de las cuitas de lo mundanal, y que parezca un discurso rebelde, pero es un caballo de Troya. No hay nada más conservador que situarse lejos del fango de lo material, apartado de la comunidad, y ensimismarnos en nuestra imaginación creativa.