«El factor clave para que el modelo productivo de España cambie es la expansión de la actividad cultural a todos los niveles»

 

Por Pilar Almansa/@PilarGAlmansa

 

Si esta pandemia está teniendo algo positivo es que estructuras que parecían inamovibles se están removiendo y parece que mucha gente dentro del mundo de la cultura está empezando a tomar conciencia de sector. No es nada baladí. Hasta hace unos meses, concretamente hasta febrero de 2020, cuando un profesional hablaba del ‘sector’ tenía en mente exclusivamente su radio de acción: lo comercial pensaba en lo suyo, lo público en su ámbito, lo off en su marginalidad… Pero llegó el coronavirus y eso cambió. Como diría Mecano, los españolitos de la cultura parece que estamos haciendo por una vez algo a la vez. Pelear por la apertura de los teatros de cualquier aforo con el agravio comparativo de terrazas y medios de transporte ha unido en un único grito a intereses antiguamente no tan afines.

 

Lo que todavía no ha calado en el sector, y que en mi opinión sería esencial para redefinirnos en el panorama socioeconómico que se nos avecina, es la centralidad de la cultura en el cambio de modelo productivo de este país. La crisis de 2008 nos demostró que centrar la economía del país en el ladrillo era de una enorme fragilidad: ahora, en 2020, el turismo se ha revelado como el eslabón débil de la cadena. Llevamos 20 años construyendo una economía nacional basada en el beneficio rápido, altamente dependiente del excedente económico de los ciudadanos de otros países: el turismo solo se sustenta si las necesidades básicas de los individuos están cubiertas.

 

Falta que el sector asuma como propio un discurso más cercano a la realidad de lo que nosotros mismos somos capaces de creernos: que el factor clave para que el modelo productivo de España cambie es, precisamente, la expansión de la actividad cultural a todos los niveles dentro de la sociedad.

 

Eso es así por varias razones: la primera, porque la cultura de creación contemporánea es la referencia fundamental del diseño industrial que tiene lugar en cualquier territorio. No hay más que viajar a otros países para comprobar algo tan sencillo como los diseños y el packaging de los productos de supermercado. No hay producto que no tenga un acabado, y ese acabado forma parte de la estrategia de venta del mismo. Necesitamos dejar de copiar diseños de otros países, punteros en creación contemporánea, para generar nuestra propia identidad en el campo de diseño.

 

En cuanto al turismo, si queremos seguir en esa línea, el turismo experiencial es de mayor fidelidad que el turismo de patrimonio. ¿No os pasa que hay ciudades que queréis visitar porque cada vez que vais allí vuestra experiencia es novedosa? Eso está vinculado a lo que ocurre en esta ciudad, y eso depende directamente de los eventos en vivo que allí se desarrollen. Si las Bellas Artes ocupan un lugar central en el diseño, las artes escénicas en toda su magnitud son clave en el planteamiento del turismo experiencial, que crea fidelidad y repetición.

 

Y por último, una ciudadanía acostumbrada a relacionarse con procesos creativos acabará siendo una ciudadanía con mejor gestión del riesgo y la incertidumbre, algo fundamental en las organizaciones contemporáneas. En España, innovar suele consistir en importar resultados de procesos experimentales que se han desarrollado en otros territorios, pero que aquí se adaptan a nuestra idiosincrasia. Esto nos aboca a ir empresarialmente siempre a la zaga, excepto contadísimas excepciones. Para ser líderes, tenemos que ser capaces de arriesgar, fracasar y aprender de dicho fracaso. Esa actitud la da la cultura.

 

Pero el sector parece aún no ser consciente de hasta qué punto es clave en este cambio de país. Es más, seguimos tan preocupados por nuestra propia supervivencia que no somos capaces de poner encima de la mesa el auténtico valor de la cultura, no solo como herramienta para satisfacer las necesidades expresivas y comunicativas del ser humano, que también; no solo como derecho, que también, sino como valor de mercado. Quizá somos el último recurso para que este país deje de ser cola de león. Pero no podemos pedir que lo entienda la sociedad si nosotros mismos no somos capaces de entenderlo.

 

Nuestros políticos no lo ven. O, al menos, la inmensa mayoría. Los que toman las decisiones económicas tampoco lo ven. Ese es el enorme problema al que nos enfrentamos. Están tan acostumbrados a vernos pedir que no se han dado cuenta de que, en realidad, nos necesitan. En la cultura somos herederos del romanticismo y nos da repelús formar parte de la economía de mercado, aunque nos guste tener la sala llena y nos quejemos cuando a taquilla no nos salen las cuentas. El mercado forma parte de la naturaleza humana tanto como los cuidados o la medicina. Con matices importantísimos, claro, como hasta dónde es capaz de llegar el mercado para obtener beneficio, lugares que quizá no siempre sean lo naturales o empáticos que deberían ser. Pero deberíamos aprender a contemplar la dimensión económica de la cultura sin ningún tipo de apuro o contradicción, para poder reclamar que no solo somos clave como arte por el arte, sino que los beneficios que aportamos al conjunto de la sociedad, a través de transacciones tangibles o intangibles, son mucho más valiosos de lo que nos hacen creer. De lo que nosotros mismos creemos.

 

No somos creativos en aislamiento, formamos parte de un sistema. Reivindiquemos nuestra función dentro de él y hagamos que los que toman decisiones empiecen a verlo. Es una tarea ardua, pero este es el momento: si lo desperdiciamos reclamando solo ayudas por el impacto inmediato del Covid, es posible que mucha parte de la industria desaparezca como tal. Y el país se condene, de nuevo, a depender de las migajas de los países del norte para sobrevivir. Nuestra responsabilidad es mayúscula: vamos a asumirla.