El titular de esta columna describe una micro realidad tan concreta que automáticamente la desplaza a los márgenes; plantea una ecuación tan minoritaria que casi da risa. Pero la asociación existe, aunque sea para dejar constancia de un resultado poco favorable. Y además de la querencia y la preocupación, cierta responsabilidad periodística me conduce a esta reflexión.

Recientemente, se están viviendo no pocos cambios que afectan a la cultura, por lo tanto a las artes escénicas, por lo tanto a la danza y artes del movimiento, que para mí es lo mismo, pero para otras no, y pienso en la pertinencia de la aclaración. Entre las muchas lecturas que devienen de las decisiones que se toman, una interpretación se alza como una niebla en agosto: lo personal es político, lo político parece personal.

¿Qué pasa entonces, cuando lo político, que nos alcanza a todas, parece una quimera llevada por el deseo de imponer criterios? ¿Qué pasa con la cultura cuando un gobierno cualquiera no se muestra muy interesado en ella como parte fundamental y demostrada del crecimiento social? Ni hablemos de la danza, entonces, esa disciplina artística arrojada a las notas al pie por quienes deberían situarla junto al resto de sus colegas escénicas.

Así de entrada y llevada por una utopía naif, pienso en las personas responsables de programar danza como seres preparados, capaces de echar un vistazo a lo que hay para entender lo que falta. Seres asépticos con la particularidad de saber dejar a un lado pareceres personales para atender una realidad mayor. Pero los acontecimientos nos demuestran en ocasiones que no suele ser así, vemos cómo se encumbra a personas de poca preparación real, pero mucha inventada, para alzarse como abanderadas por el simple hecho de cubrir un hueco que pide a gritos ser ocupado. Pero esa característica es muy nuestra, la de encumbrar o denostar con la misma fuerza a quienes en realidad, no lo merecen. Seguramente sea fruto de la precariedad de la danza, de la gran necesidad que la rodea y que pasa por diseñar programas comprometidos pero se queda en hacerse con el pastel.

En un intento de obviar esas luchas tan pobres como habituales que persiguen el reconocimiento por encima de cualquier compromiso real, las grandes preguntas se sitúan en otro lugar, ¿por qué la situación de una disciplina, en este caso la danza, y la de sus protagonistas, creadoras e intérpretes por encima de todas, debe depender de los gustos, conocimientos y preparación de un partido político o de alguien concreto y poco preparado? ¿Por qué no se tiene en cuenta lo colectivo, por encima de lo individual, y las necesidades generales que definen esa colectividad? ¿Cómo se puede mantener la danza a salvo de personas que ejercen poder y no tienen interés alguno en ella? ¿Por qué, aunque todas esas preguntas existen, nunca trascienden y todo sigue igual?

En lo económico, en lo social… se debe cumplir unos mínimos para que la convivencia llegue a más o menos buen término, ¿no debería ser lo mismo con lo cultural y en un caso más concreto, con la danza? Cualquier equipo de personas al mando de esta o aquella parcela debe garantizar la libertad de las coreógrafas y bailarinas para seguir creciendo, y debe hacerlo más allá de gustos personales anteponiendo lo necesario a lo particular, lo ineludible al nepotismo.

 

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