«Lo propio del teatro es la limitación y la conversión de la limitación en ocasión poética a través de la complicidad imaginativa. Probablemente estamos ante el mayor desafío que haya tenido el teatro nunca, porque ahora no es que tengamos poco, es que nos han despojado de la asamblea misma»
Por Álvaro Vicente / @AlvaroMajer
Foto superior: marcosGpunto
Charlar con Juan Mayorga es siempre un placer, entre otras cosas porque se le oye pensar, porque va generando un discurso a medida que habla, un discurso siempre interesante, nunca superficial, hecho de los pensamientos que tiene ya elaborados combinados con otros que suceden en el instante de la charla por la escucha activa que siempre presta a su interlocutor. Asistir en directo a su gozosa manía de discurrir disfrutando, además, del favor de su generosa amistad, y teniendo presente la magnitud literaria y filosófica de su obra, multiplica el disfrute, sin duda.
Hace ahora justo 4 años le entregaron en la ciudad rumana de Craiova el Premio Europa Nuevas Realidades de Teatro y junto a otros compañeros de la prensa tuve el honor de acompañar a Juan en ese viaje. Allí escribí que la relación entre el que hace teatro y el que lo mira pasa necesariamente por ser una relación crítica. Relacionarse críticamente con el teatro de Mayorga, diré llanamente, te hace mejor persona. Tanto si habéis tenido la oportunidad de ver sus obras montadas como si no, tanto si habéis leído sus textos como si no, tanto si le habéis escuchado pensar alguna vez, como si no, desde aquí os recomendamos entrar por primera vez o volver a su mundo de la mano de dos libros que tiene publicados la editorial La uña rota, Elipses y Teatro 1989-2014, dos recomendaciones para esta semana en la que festejamos el libro con las librerías cerradas, a la espera de que, como los teatros, se vuelvan a abrir.
Pero también es cierto que lo que propicia esta entrevista/conversación ha sido la lectura de una obra inédita, La colección, que Juan ha tenido a bien enviarme para leerla en su penúltima versión (Juan nunca da por concluida una obra). Además, estaba por estrenar un nuevo montaje de La lengua en pedazos en mayo en el Teatro Galileo y ha estado trabajando en otros textos suyos anteriores, como Los Yugoslavos o la sorprendente –a la luz de los acontecimientos actuales- Angelus Novus. Yo, por mi parte, he vuelto sobre uno de mis textos favoritos de su corpus, La paz perpetua. Tenemos mucha tela que cortar.
¿Cómo estás Juan?
Estamos bien, gracias.
La última vez que te vi, de lejos, fue en el acto de toma de posesión de la silla M en la Real Academia Española de la lengua. Hace dos años que se te eligió para ser parte de esta noble institución y hace un año de tu ingreso. Y esta semana recogía El País una foto, histórica podríamos decir, como están siendo tantas cosas estos días, de la primera reunión virtual de la RAE.
Ver que no hay reticencia y que, por el contrario, hay una voluntad decidida por usar las nuevas tecnologías en una institución como la Real Academia, en esta situación, es muy buena noticia. De hecho, se ha decidido, tras este primer pleno virtual, que retomemos las reuniones semanales de los jueves.
¿Qué es lo que hacéis los jueves?
Los jueves nos reunimos las comisiones, a las 18h. Yo estoy en la comisión de vocabulario científico y técnico y para mí es fascinante, trabajamos y discutimos sobre una definición y cosas así. Luego, después de una pequeña pausa, a las 19h30 nos reunimos todos en el pleno, que ya tiene que ver más con discusiones, por ejemplo, sobre la arquitectura del diccionario, la cuestión del lenguaje inclusivo, las relaciones con las academias latinoamericanas… Me alegra mucho que la Academia esté a la altura de las circunstancias, cuando todo el país se ha movido.
En tu otra ocupación, la universitaria, ¿cómo está resultando el parón?
La universidad creo que también ha reaccionado bien. Nuestro Máster en Creación Teatral, en la Carlos III, lo estamos sosteniendo y eso que estamos hablando de teatro, pero lo sostenemos además por un compromiso con la propia universidad, sobre todo por compromiso con los alumnos, para que no pierdan el año académico y el curso siga siendo una experiencia importante para ellos pese a las condiciones en las que estamos trabajando. Tanto alumnos como profesores estamos haciendo un gran esfuerzo. Y no, claro, no es lo mismo dar una clase digital, ¡cómo va a ser lo mismo! Imagínate una clase de danza con Sol Picó, por ejemplo… pero con todo hay que intentar ofrecer lo máximo que podamos, lo que nos permita la tecnología.
El teatro viene siendo, históricamente –así lo repite el tópico- un enfermo con una mala salud de hierro. Aquello de la eterna crisis del teatro puede estar tocando techo. Ahora que todo se mide en términos sanitarios, por fuerza: ¿qué diagnóstico haces tú de la situación?
Estoy muy preocupado. Por un lado, creo que por supuesto el teatro se impondrá, porque el teatro es invencible, pero estoy preocupado por lo que va a ocurrir y por lo que está ocurriendo ya. Me entristece el hecho de que no solo en España, sino que en todo el mundo los teatros están cerrados. Me sentiría aliviado si eso que amamos tanto, el teatro, al menos pudiera continuar en alguna parte del mundo, pero no es así y me entristece. Y luego, probablemente el teatro en tanto que arte de la reunión sufre como ninguno en esta situación, y desde luego me preocupan sobre todo las gentes que lo hacen, en particular me preocupan mucho los actores, muchos de los cuales ya vivían al día y hoy no pueden ejercer su trabajo y probablemente van a tardar en poder hacerlo. En este sentido, las instituciones deberían realizar planes de emergencia, primero para atender a esa gente que no puede realizar su trabajo, y en segundo lugar también para pensar en el día después del confinamiento. Creo que estamos en una situación de peligro en la que, sencillamente, muchos espacios teatrales no van a poder aguantar estando cerrados. Y eso es malo, por supuesto, para quienes hacen el teatro, es terrible, pero también para la sociedad, y eso es algo que he sostenido siempre: la reivindicación en cuanto a la fortaleza de la red cultural y en particular de la red teatral, no ha de ser tanto impulsada por los profesionales que lo hacen, sino por los ciudadanos, que creo que han de entender, y muchos lo entienden, que una sociedad con un teatro fuerte y un sistema cultural fuerte, es una sociedad más capaz de resistir.
¿Pero crees que de verdad la sociedad, en general, tiene en cuenta ahora la fortaleza o debilidad del sistema cultural? Hemos visto cómo ha aflorado el debate estas últimas semanas sobre la importancia o la relevancia social de la cultura. Santiago Alba Rico, por ejemplo, pone el acento en lo importante que es preguntarse por lo esencial. ¿Qué es lo esencial? ¿El teatro es esencial, es esencial la cultura? ¿Merece un nivel de protección distinto del que tiene?
Yo estoy convencido de que la cultura es de primera necesidad. Precisamente Lluis Pasqual, en esa carta abierta que publicó, citaba una frase de Churchill que aludía a una polémica que hubo durante la Segunda Guerra Mundial, cuando a Churchill le plantea alguno de sus ministros que reduzca los presupuestos en cultura porque hay otras necesidades más acuciantes. Churchill, con esa elocuencia tan teatral, contesta algo así como: si sacrificamos la cultura, para qué estamos haciendo la guerra. Creo que hay mucha verdad en eso. Es claro para mucha gente, para más gente ahora incluso, que la cultura es esencial, de primera necesidad, porque nos permite imaginar, nos permite criticar y nos permite resistir. Creo que esto es algo de lo que muchos estamos más convencidos hoy que hace un mes.
Hay dos materias que están en los cimientos de tu teatro y de tu personalidad, como ser humano y como dramaturgo: la filosofía y las matemáticas. Yo siento una consecuencia positiva de esta situación crítica que vivimos, porque cuando la filosofía –y todas las humanidades- estaba cada vez más arrinconada en los planes de estudio y en las prioridades sociales, de pronto somos muchos buscando a los filósofos, necesitamos escuchar su voz para ayudarnos a entender este momento, casi como los creyentes buscan a dios o los enfermos buscan la medicina. ¿Cómo percibes tú este fenómeno?
Es verdad, ha ocurrido lo impensable. Lo que está pasando con el coronavirus no había sido previsto y lo interesante de lo impensable que acaece es, precisamente, que te obliga a pensar. Esta convulsión extraordinaria nos obliga a pensarlo todo de nuevo. Pareciera que pisábamos un suelo estable, que teníamos un marco conceptual estable, clarísimo, asegurado, y de pronto parece que todo se resquebraja. Hay cuestiones fundamentales que emergen, una de ellas la que planteabas tú más arriba: ¿qué es lo esencial? Vivíamos en una situación de lujo, de exuberancia, de despilfarro… despilfarro compatible con la miseria, con la catástrofe que se vivía ya en muchos lugares. Y esto nos lleva a preguntarnos qué podemos sacrificar y qué no deberíamos sacrificar en absoluto. Y, desde luego, aparecen preguntas inmediatas en cuanto al famoso conflicto entre libertad y seguridad. Cuando comenzó esto, empecé a tomar algunas notas y una de las primeras que tomé se refería a la figura, que yo exploré teatralmente en algún momento, del Gran Inquisidor, el extraordinario personaje al que concede un formidable diálogo Dostoievski en Los hermanos Karamázov. Ahí se plantea muy claramente la tensión entre libertad y seguridad. Esta es una pregunta que ha entrado en nuestros días de forma intensísima: ¿estamos cediendo libertad buscando una seguridad personal y colectiva? Reflexionar en torno a esta pregunta puede ser extraordinariamente fértil. Y luego, no quería dejar de subrayar esto que he dicho antes por encima. Yo me eduqué en Walter Benjamin y algo que recuerdo y que he recordado en este tiempo sobre todo es esta expresión de Sobre el concepto de Historia, cuando dice que para algunos la catástrofe es la regla. Conviene tenerlo muy presente y más hoy que muchos seres humanos viven en la permanente catástrofe. Esto de ahora, que a nosotros nos parece una situación catastrófica, es la regla en muchas gentes. Ojalá esto nos recuerde que lo que nos constituye como seres humanos es, antes que cualquier otra cosa, nuestra común fragilidad, y esa fragilidad debería llevarnos a unas éticas y a unas políticas de auxilio, de cuidado de los unos a los otros, de recordar que cada uno es responsable de todos los demás.
Pero el peligro está, lo estamos viendo, en que esta catástrofe global está eclipsando esas otras catástrofes a las que tampoco es que hiciéramos mucho caso más que cuando se colaban en las agendas informativas por proximidad. Estábamos anestesiados contra la desgracia, las guerras eternas, el llamado drama de los refugiados, y ahora directamente nos hemos olvidado de que las guerras siguen, de que sigue habiendo millones de personas desplazadas, problemas de malnutrición y pobreza… parece reproducirse una suerte de jerarquía entre catástrofes de primera y de segunda, cosa que tampoco es nueva, ¿no?
Por un lado, puede darse este tipo de eclipse, que haya un acontecimiento tan urgente y tan demandante que oscurezca los demás, pero por otra parte puede ocurrir lo contrario, que precisamente sea un foco que nos revele cuánto tienes tú de cercano a una gente padeciendo un sufrimiento que es tan poco justo como el de alguien que ha ingresado en una UCI infectado de coronavirus, no por haber asumido un riesgo, sino porque le ha tocado. Podría ocurrir que mucha gente, precisamente, se diese cuenta de hasta qué punto lo que compartimos es nuestra vulnerabilidad, nuestra fragilidad. Y esto es un tema muy nuestro, muy teatral, desde los griegos. No dejo de recordar que el gran asunto del teatro griego es ese, la fragilidad: cuántas veces aparece en las tragedias griegas esa ‘hybris’, esa arrogancia, que es contestada por una plaga o por una caída terrible, algo así como que los dioses te estuvieran recordando una y otra vez que eres frágil, que eres pequeño, y eso a mi juicio debería llevar a una ética de la responsabilidad, una ética del cuidado. Y unas políticas de cuidados, porque ya debería dejar de estar en debate o en cuestión la importancia central de la sanidad pública. Esto ha revelado muchas cosas sobre nuestra sociedad, por ejemplo, tú y yo somos padres de familia y sabemos cómo esto ha revelado brechas sociales que estaban más o menos camufladas, nos damos cuenta de que la suspensión escolar está pudiendo ser mejor sobrellevada por los niños de unas clases sociales, mientras que los de otras clases sociales están recibiendo un segundo castigo.
Te preguntaba por la filosofía y ahora quiero plantearte algo sobre las matemáticas. Los que estamos en ese lugar, vamos a decir, de privilegio, libres de la circunstancia de tener un familiar en la UCI o en una situación económica más o menos tranquila, estamos encerrados como todos y nos dedicamos a consumir información y cultura y a relacionarnos con el mundo a través de las pantallas y las tecnologías. Estamos entregando datos como nunca antes, y esto nos deja en manos de algoritmos diseñados por determinadas corporaciones. Y si nos ponemos en la versión más conspiranoica del asunto, da la sensación de que hay una matemática perversa por ahí haciendo de las suyas para que con todo esto que estamos haciendo en casa, una serie de máquinas recojan y procesen datos para no se sabe muy bien qué.
Esto me importa enormemente y de nuevo nos encontramos con el doble rostro de la ciencia. Ya desde hace tiempo vengo conversando con otras personas, a partir de una pregunta que muchas veces repito, que me hago a mí como escritor y como ciudadano: ¿quién escribe mis palabras? ¿Hasta qué punto vivimos en este ‘theatrum mundi’ sosteniendo personajes que no hemos escrito? Es muy fácil encontrarse con que uno está tomando decisiones que cree libres, cuando en realidad ha sido conducido hacia determinada lectura, hacia determinada película, hacia determinado espectáculo e incluso hacia determinado lugar para pasar las vacaciones o a determinado restaurante, simplemente por un algoritmo, algoritmo que no es ingenuo, que está atravesado de intereses económicos y que de algún modo confirma unos prejuicios y unos valores. No estamos hablando solo de cómo administro mi tiempo, estoy hablando finalmente de por qué palabras somos ocupados, qué es lo que valoramos… nos educamos en todas esas películas que vemos, en todas esas lecturas. ¿Podemos decir que, en alguna medida, buena parte de nuestra vida, buena parte de las vidas de todos, están orientadas por algoritmos? Pues quizás no sea una exageración. Y es muy grave, es tremendo. Pero por otro lado, esos mismos instrumentos matemáticos nos están permitiendo, por ejemplo, obtener información en un tiempo increíblemente corto acerca de cuáles son los sectores de población de más riesgo y llegar al detalle de cómo está vinculado eso a su alimentación, a determinados hábitos, etc. Yo estudié matemáticas y me he ido encontrando cómo aquello que yo estudié por placer y por mi entusiasmo por la imaginación matemática y por la poesía de la matemática, de pronto se ha ido sistematizando, he ido asistiendo progresivamente en mi vida a lo que podría llamarse una matematización de la realidad, que tiene ese doble rostro: por un lado permite conocer y establecer mapas cada vez más fiables, pero al mismo tiempo anticipar e incluso orientar voluntades.
En el caso del teatro, al menos hasta ahora, parece que nos hemos librado de esta matematización, aunque los sistemas de ticketing, que nunca han terminado de desarrollarse del todo aquí, podrían estar orientados desde el marketing a conocer los públicos y trabajar con ellos, para ellos. Yo tengo muchas dudas al respecto, pero quizás ahora es más acuciante pensar sobre la convivencia entre el teatro y las pantallas, en saber hasta qué punto se traiciona la esencia del teatro al verlo a través de una pantalla. La necesidad de teatro está haciendo que nuestra única forma de relación con él, al margen de leer obras, sea a través de la pantalla y se ha dado un movimiento en este sentido muy interesante y controvertido en algunos aspectos. Si no está el cuerpo presente, palpable, si no está el intérprete frente a nosotros, ¿se le puede llamar teatro a esto?
Para mí el teatro es reunión, es esa reunión colectiva entre los actores y los espectadores que, juntos, constituyen la asamblea teatral. Para mí no hay duda de eso, y precisamente estos días me doy cuenta de hasta qué punto necesito el teatro y no como creador sino como espectador que quiere volver a sentir esa emoción y esa expectativa del ‘qué va a pasar’ cuando ves a unos actores saliendo de la oscuridad. Dicho esto, para empezar yo, como otros muchos, como tú, imagino, ya había vivido ante una pantalla experiencias interesantes que recogían las cenizas, los restos de un hecho teatral. Por ejemplo, yo no tuve la suerte de ver los primeros espectáculos de Kantor, y los he podido ver a través de grabaciones. Por supuesto que envidiaré siempre a quienes tuvieron la experiencia de estar allí, pero estoy agradecido por haber asistido, cuando menos, a una grabación que para mí también ha sido emocionante, interesante, productiva. Pues tengo que confesar que todos los días me están llegando mensajes de muchas partes del mundo pidiéndome autorización para colgar en abierto espectáculos basados en mis textos. Y la verdad es que estoy muy contento de que se ofrezcan y creo que todo esto es bueno, tiene un valor que además se podrá custodiar. Probablemente habrá gente que ahora ha accedido a archivos, a depósitos, que van a ser importantes para ellos. Y luego, por otro lado, veo que está habiendo un esfuerzo artístico por incorporar las limitaciones y convertir esos límites en ocasiones. Modestamente yo he hecho algunos vídeos, por ejemplo, que no me van a dar el Goya por ellos, desde luego, pero no los hago para entretenerme, sino precisamente para compartir algo y para desafiarme a buscar una expresión, una comunicación. En todo el mundo se están haciendo cosas muy interesantes, me llegan a diario iniciativas, por ejemplo del mundo de la danza, que precisamente es uno de los ámbitos que mayor hostilidad podría encontrar en estas condiciones, y qué formidable que de pronto una bailarina intente hacer algo en la angosta cocina de su casa y que haya belleza ahí. Una vez más nos estamos obligando a imaginar, y eso va a darnos fuerza.
Hacemos el teatro porque la vida no basta, porque el mundo no basta y necesitamos convertir una iglesia en siete (como vi una vez en Malta, que tenían la tradición de visitar siete iglesias en Jueves Santo y en un pueblo de la isla de Gozo, como solo tenían una iglesia, le daban siete vueltas a la misma), convertir a este actor en Segismundo, a esta actriz en Ofelia, o necesitamos que aquí aparezca el castillo de Elsinor. Creo que lo propio del teatro es la limitación y la conversión de la limitación en ocasión poética a través de la complicidad imaginativa. Probablemente estamos ante el mayor desafío que haya tenido el teatro nunca, porque ahora no es que tengamos poco, es que nos han despojado de la asamblea misma. Pero precisamente eso nos va a obligar a pensar y algo aparecerá, convertiremos esto en algo bueno, dentro de que la situación es preocupante, claro, tampoco quiero vender optimismo, ni mucho menos.
Entretanto, tú estás escribiendo y, sobre todo, reescribiendo, que es una constante en tu trabajo, una necesidad como dramaturgo imagino. Te agradezco mucho que me pasaras los textos que has estado revisando, Angelus Novus, Los yugoslavos, La lengua en pedazos, y sobre todo ese texto nuevo, La colección. Pero el caso de Angelus Novus me ha llamado especialmente la atención, porque es una obra escrita hace más de 20 años en la que dibujas -no sé si te habrán dicho que eres un visionario- un mundo sacudido por una epidemia, donde se ha establecido claramente una sociedad dominada por la política sanitaria. ¿Por qué recurrimos o se ha recurrido desde la literatura, el cine, a las historias de epidemias, a estas distopías, para poner al ser humano al límite? ¿Es porque no pensamos que podía pasarnos lo que nos está pasando? ¿Qué buscamos explicarnos con este tipo de ficciones?
Bueno, yo no me siento desde luego un visionario, en absoluto. Antes que nada, a mí me gusta mucho escribir, pero sobre todo me gusta reescribir, y a veces he dicho que la reescritura es previa a la escritura, que cuando uno escribe una palabra ya ha desechado tres en su cabeza. El acto de reescribir es anterior al acto de fijar en un soporte unas palabras. Mi relación con mis propios textos es permanentemente conflictiva, yo me siento muy limitado pero al mismo tiempo soy ambicioso, y procuro entregar a la comunidad teatral el mejor texto posible, entendiendo lo de mejor texto como aquel que pueda más intensamente despertar el deseo de teatro. En este confinamiento he acelerado algo que de otro modo hubiera sido mucho más dilatado, he conseguido acabar la versión casi definitiva de La colección, que me gustaría montar, y por otro lado, he vuelto a trabajar en tres textos. Angelus Novus no lo he tocado mucho, unas pocas palabras, y luego sí he intervenido un poco más en La lengua en pedazos, toda vez que estaba en proceso de ensayos para estrenarla en mayo -y ya no será posible-, con Clara Sanchis y Jesús Noguero, y luego Los yugoslavos que es una obra que ya llevo tiempo queriendo montar.
En lo que se refiere a Angelus Novus, y a eso que llamamos distopías, en el fondo es una obra que tiene que ver con muchos asuntos míos, pese a que pudiera parecer que tiene otro carácter y probablemente tiene otra forma, pero es una obra en la que aparece la cuestión de que somos seres atravesados por palabras. Las dos líneas de fuerza de la obra están en que, por un lado, se dibuja un mundo en el que gobiernan los médicos, y por tanto no sería este mundo que estamos viviendo ahora, sino un mundo posterior, un mundo en el que de algún modo todo se entrega a la seguridad de los cuerpos, donde como se dice en algún momento en el texto, la política sanitaria determina todas las demás, cosa que de hecho está ocurriendo hoy. Una vez que se estableciera como “normal” lo que estamos viviendo ahora, tendríamos ese mundo reflejado en la obra. En ese mundo hay una extraña enfermedad, extraña porque se transmite por la palabra. Esa palabra pronunciada que infecta aparece en un mundo que, por cierto, podría ser una evolución de este, no precisamente un mundo globalizado, al contrario, es un mundo de ciudades, como el mundo griego, y eso quizás tenga algo que ver con la situación actual, con esto de que hayamos cerrado fronteras y de que haya habido también confinamientos locales. Probablemente cuando yo la escribí ni conocía la palabra distopía, no era ese el género que quería explorar.
En el caso de Los yugoslavos, que tampoco hemos visto montada de momento en España, ¿cuáles son las líneas de fuerza que atraviesan la obra, porque a mí me resulta poderosa y estimulante, pero muy enigmática?
Para mí hay un tema dominante en el mundo: muchas obras podemos entenderlas como obras sobre el lenguaje. Macbeth, por ejemplo, puede ser entendida como una obra sobre el lenguaje, porque el desencadenante es que unas viejas le dicen a uno: tú vas a ser rey, y de algún modo esas palabras generan unas acciones, unos deseos, unas pesadillas… Yo, modestamente, creo que buena parte de mis obras son obras sobre el lenguaje, de un modo u otro. Hablábamos de Angelus Novus, que es una obra sobre una epidemia provocada por palabra pronunciada, pero también podría decir que son obras sobre el lenguaje Himmelweg, desde su mismo título, que es un eufemismo, o Hamelin, que es un conflicto entre discursos, El traductor de Blumemberg y muchas otras. También eso ocurre con Los yugoslavos, en la medida en que uno de sus temas es la palabra que salva, por ser la historia de un hombre que de algún modo se siente menesteroso en palabras y cree que las palabras pueden salvar a su mujer, y entonces pone en el camino de ella a un hombre más elocuente que él, pero quizás también más atractivo. En ese sentido, es una obra de amor y también, de algún modo, sobre el sacrificio.
¿De dónde surge la obra? Pues como siempre me pasa, surge de algo que veo o que se me ocurre, y en este caso es la posibilidad de que un barman se haya fijado en un cliente y le pida precisamente esto, que le insista en que ha de salvar a su mujer porque en contra de lo que otros puedan pensar, él ha visto que ese tipo es una buena persona. Eso nos lleva a otro asunto, que también me interesó cuando escribí la obra: pocas cosas hay tan atractivas como verse a uno mismo como una buena persona. Muchos querríamos serlo, desearíamos ser capaces de serlo, y aquí hay un barman, un hombre que ama a su mujer, pero que quizá no la ama lo bastante bien, y hace ese gesto sacrificial; y hay otro tipo que se encuentra con un enorme poder en sus manos, porque puede intervenir en la vida de otro pero al mismo tiempo puede tener la tentación de cumplir con ese retrato de buena persona que el otro ha construido para él. Eso es lo que está en primer plano, pero dicho esto, resulta que mi abuelo era barman, tenía un bar, él vivía con nosotros y cada noche él volvía con los periódicos del día, con los bollos que le habían quedado, que calentábamos para desayunar al día siguiente, y también volvía con muchas historias del bar. Porque el bar es un microclima, el bar español es un universo donde puede ocurrir cualquier cosa, donde uno puede nacer y otro puede morir. Y eso también estaba ahí. Y luego estaba también el mundo de la vida pequeña. Yo creo que este hombre, el barman de la obra, Martín, un hombre por el que yo siente una compasión y un interés, es un hombre al que nunca le darán un premio, nunca saldrá en tv, pero hay una dignidad y él quiere que eso que él hace en el bar, el modo en que trata a los clientes sea importante, al menos él lo vive como algo importante.
La mujer de Martín, como pasa con muchos otros personajes, como ocurre también en La colección, sobre todo con el personaje de Carlos, encierra algún tipo de enigma. Esos personajes suelen quedar como suspendidos en el desenlace de las historias. ¿Esto es deliberado, te gusta dejar cabos sueltos y que sean los espectadores los que fabulen sobre esos personajes y sus enigmas?
Hay algo que vincula a la Ángela de Los yugoslavos con la Blanca de El cartógrafo, por ejemplo, son mujeres caminando con un mapa en la mano, pero es verdad que en Blanca, en un cierto momento, se descubre cuál es la razón, la causa de su tristeza, se señala muy claramente, y en el caso de Ángela no es así. Hay gente que me reprochó de El cartógrafo precisamente eso, que se explicase. Pero en lo que se refiere a Ángela, es verdad que no hay un desenlace que te diga ‘era por esto’. Pero eso tiene que ver con lo que dice Martín, que la tristeza es un misterio, porque a veces la propia tristeza para uno es un misterio, de pronto ni siquiera sé qué es aquello que me ha afectado o me ha golpeado. Creo que en un hecho artístico, y en particular en un hecho teatral, en la medida en la que en el teatro construimos tiempo, construimos una experiencia en el tiempo para el espectador, una parte de la experiencia es precisamente la expectativa del espectador, que no solo está atendiendo a lo que ve, sino a lo que espera, y precisamente el hecho de no ofrecerle todos los elementos del relato, no tiene por qué significar que juegues al acertijo o a lo que de una forma más noble podríamos llamar la apertura, el final abierto. Hay algo que a mí me importa y es que el espectador pueda él mismo construir distintos relatos. Esto es algo que exploré y puse en juego en El mago, me importaba que distintos espectadores hubiesen completado de forma distinta su relato, y también se da en el caso de Los yugoslavos. Que no cuentes todo no significa que no te comprometas con el material, sino que ofrezcas posibilidades al espectador y decida él cuál es, por ejemplo en La colección, la relación de Carlos con todo eso que ocurre, o de dónde viene la tristeza de Ángela.
Vamos a hablar de La colección, pero como es una obra inédita, permíteme que haga una pequeña sinopsis para que el lector no se pierda. En La colección, un matrimonio de ancianos, Héctor y Berna, asistidos por Carlos, que trabaja para ellos, recibe en su casa a Susana, una coleccionista de arte. Pronto entendemos que Susana está allí porque Héctor y Berna la han elegido con el fin de dilucidar si es la persona idónea para encargarse de una colección que ellos han ido reuniendo y trabajando a lo largo de los años. Es su obra vital y, ahora que llegan a determinada edad, les preocupa saber qué será de la colección, que guardan tras una puerta celosamente. Bien. A mí, La colección me ha resultado una lectura apasionante, que apela a multitud de cuestiones: la importancia del arte en nuestro tiempo, el legado y la herencia que dejamos, cómo nos relacionamos en base al sentido que buscamos para nuestras vidas… pero una de las primeras cosas que me vino a la cabeza leyéndola fue el Atlas Mnemosyne de Aby Warburg…
La obra no surge de Warburg, pero precisamente en los últimos años sí he tenido muy en cuenta a Warburg. De hecho, entre esas ideas que quizás nunca lleguen a ser una obra de teatro tengo una que es escribir sobre la niñez de Warburg, porque me llama mucho la atención esto de que él, siendo el heredero de una familia de banqueros judíos junto a su hermano, a él le tocaba ser el jefe de la banca y le vende al otro, al hermano, su primogenitura a cambio de que se comprometa a comprarle todos los libros que quiera a lo largo de toda su vida; me parece absolutamente genial, ahí hay un personaje con el genio dentro desde pequeño. Y hace poco he sabido que en el archivo de Londres donde se guarda su legado, en la sala principal, que yo no he visitado, en el espacio principal el suelo es una elipse, precisamente por la importancia que él daba al descubrimiento de Kepler de que las órbitas en torno al sol eran elipses.
“La imagen de la elipse –escribes en el primer artículo recogido en el libro titulado, precisamente, Elipses– me parece útil para pensar sobre la misión del artista, del historiador, del científico y, desde luego, del filósofo. El trabajo de todos ellos está atravesado por la duplicidad: al observar una cosa deben estar, al tiempo, viendo otra”. ¿De dónde nace entonces la idea que te lleva a escribir La colección?
Hay textos que, a uno se le ocurre la idea, te pones y salen, pero en cambio hay otros en los que a uno le cuesta mucho más encontrar la forma. Este ha sido el caso. Yo un día leí en una entrevista a una pareja de coleccionistas alemanes donde él decía algo así como lo que dice Héctor en la obra: es lógico que teniendo la edad que tenemos y no teniendo hijos, la gente se pregunte por el destino de nuestra colección. Y yo pensé: aquí hay una obra, y empecé a pensar en una pareja que se ha constituido en torno a una colección, todo lo ha comprometido a la colección, que se ha convertido en un tercero que al mismo tiempo los une y los separa, y que se encuentra en un momento en que han de decidir algo respecto a lo que ha de ser de la colección. Asunto que probablemente me importa porque si echo la vista atrás ahora me doy cuenta de que el tema de la herencia ha aparecido tarde en mis obras, aunque estaba de algún modo en El traductor de Blumemberg, sobre la herencia manchada, la herencia perversa o la herencia venenosa, pero luego ha aparecido en Reikiavik, y desde luego aparece en El cartógrafo. El tema ha ido siendo más importante para mí a medida que me hago mayor, me resulta cada vez más importante lo que puedas legar a tus hijos, qué experiencias quieres compartir con ellos o con los alumnos, qué es aquello que parece importante entregar. Pero la obra no encontraba su forma, hasta que un día empecé a pensar en que eligiesen a una persona como posible heredera y de algún modo la examinasen. Y claro, uno podría pensar, ¿por qué no la has escrito solo con tres personajes? Y creo que tiene ahí un valor ese cuarto personajes, Carlos, que tiene una colección en su cabeza porque ha observado gestos y detalles de Héctor y Berna.
Esta pareja se autodenomina como “cazadores de imágenes” -lo cual también para mí los emparenta con Warburg muy claramente- y durante la obra ponen muy en tensión la palabra con la imagen, dicen que no quieren escuchar las opiniones de los críticos o las palabras que puedan usar los propios creadores sobre sus obras, les importa el objeto, la obra en sí, ni siquiera la guardan por título, sino que la datan con una fecha y el nombre de una ciudad. Por otro lado, también me surge un paralelismo con el Arca de Noé, con aquello que rescatamos del vasto mundo del arte y lo custodiamos para salvarlo de un mundo superficial y frívolo.
Como dice en cierto momento Héctor, “nuestra colección instruye al mundo”, pero eso no implica que sea necesario que todo el mundo lo vea, precisamente por eso la apartan de los turistas. Sin duda puede que esté Warburg incluso antes de que yo lo hubiese conocido y está, sí, el Arca de Noé y está Benjamin, que al fin y al cabo era un coleccionista, y que precisamente una y otra vez vuelve sobre el tema de la transmisión, cómo conseguir que la transmisión no sea conservadora sino emancipadora. Y luego, por otro lado, algo que he percibido entre las primeras personas que han leído el texto, es que la colección, como pasaba con el mapa en El cartógrafo, tiene cierto valor alegórico y también inmediatamente genera una experiencia, o una autointerrelación del espectador. De igual modo que entre espectadores o lectores de El cartógrafo hay quien me dice “ahora me doy cuenta de que yo tengo un mapa en mi cabeza, un mapa de calles a las que iría y calles que nunca iría”, etc., pues de algún modo también los que han leído La colección me transmiten esto, inmediatamente se generan preguntas en algunas personas, coleccionistas o no, porque de algún modo todos lo somos, todos tenemos un archivo, un conjunto de cachivaches, de objetos, con los que nos relacionamos mágicamente, que también carecerán de valor en el momento que no estemos nosotros. ¿Quién los custodiará entonces? ¿Por qué conservar algo?
La relación actual entre el mercantilismo y el arte, que también orbita por ahí, me ha llevado a pensar, leyendo esta obra, en la utilidad o inutilidad del arte, la utilidad o inutilidad de la belleza, algo que tiene que ver con lo que hablábamos más arriba, sobre qué es lo esencial en momentos como este, y algo que también me recordaba un artículo de Claudia Castellucci que publicamos aquí en Godot hace unos meses (Allí y después, la necesidad) en el que hacía un paralelismo entre la cola del pan en lugares y momentos donde el hambre imperaba, y las colas frente a los grandes museos que hoy se generan en nuestros países del primer mundo. Ese paralelismo llevaba a una reflexión en torno a los términos de uso y adquisición aplicados al pan -alimento del cuerpo- y al arte -alimento del alma.
Conozco ese artículo y fíjate, hace la tira de años yo tenía en mente hacer una obra sobre una cola, pensando primero en la cola del funeral de Franco, pero luego que fuera una cola donde uno de pronto se encontrase con que el que tiene delante y el que tiene detrás están en la cola pero para cosas diferentes. Pensaba en una obra de muchísimos personajes que toda se desarrollara en una cola, no sé si algún día la escribiré, pero tengo una carpeta para esa idea y tengo ahí ese artículo de Castellucci, que por supuesto me interesa mucho. Hay otra mía, El chico de la última fila, en la que de otro modo hay también algo de esto, porque Juana es una galerista y Germán es absolutamente crítico con el arte contemporáneo. Hay gente que me ha adjudicado esos comentarios sobre el arte contemporáneo y para nada, igual que tampoco lo que dice Héctor lo digo yo, lo que dicen los personajes no tiene por qué ser la voz del autor. Yo quiero hacer arte contemporáneo de hecho y estoy muy atento a lo que ocurre. De algún modo en esta obra, como en otras mías, en Himmelweg o El chico de la última fila, de algún modo la conversación en torno al hecho artístico se acaba convirtiendo en una conversación sobre la propia obra a la que estamos asistiendo, es decir, por ejemplo, cuando se habla sobre la economía de la colección, en el sentido de que cuanto menos mejor, o cuando ella dice que lo más importante es tachar, uno está pensando en el hecho teatral, en su escritura, y de algún modo estoy intentando convertir al lector en un crítico de lo que está viendo. La conversación sobre el arte se proyecta sobre ese hecho artístico al que uno está asistiendo como lector o como espectador, que es en este caso La colección.
¿Tú dirías que esta pareja, Héctor y Berna, son artistas, además de coleccionistas?
Pues mira, en un sentido Walter Benjamin, precisamente, quiso ser un filósofo a través de la crítica; de lo que se trataba era de construir su propio discurso a través de la lectura de piezas ajenas, lo cual ya es interesante. Y Benjamin tenía el proyecto de construir un libro que fuese solo un libro de citas, y eso tiene algo que ver con lo que hacen estos dos, Héctor y Berna. En cierto modo construyen un texto, como dice Berna, un texto a partir de frases que han escrito otros, o más bien de frases que otros creen haber escrito, porque también en la obra hay una ‘desheroización’ del artista: ellos creen -y es una condición que yo comparto- que el artista no es sino un agente del tiempo, uno está en unas ciertas convicciones, en una determinada situación, y hace aquello que si no otro en su lugar hubiera hecho. Y en este sentido sí creo que son artistas, y creo que tienen una cierta conciencia de serlo, y en este sentido llama la atención algo que dice Héctor, que empezaron a comprar obras hasta que se dieron cuenta de que la colección misma era una obra, que era SU obra. Te diría que son artistas pero que precisamente por el modo en que lo son carecen de esa vanidad del artista, esa arrogancia, esa versión heroica que muy a menudo el artista tiene de sí mismo.
Esa puerta cerrada tras la cual está la colección funciona un poco como macguffin, porque el espectador nunca podrá traspasarla. El gran misterio de la obra, que ha sido alimentado durante toda ella, no se resuelve, nunca veremos esa colección, porque esa colección es lo que nos hemos ido generando nosotros en nuestra cabeza mientras avanza la obra.
Claro, yo me encuentro aquí ante un problema semejante al que me pude encontrar cuando hice El cartógrafo en cuanto a la exposición del mapa, es decir, si el mapa se muestra siempre será decepcionante. Y aquí, aunque tuviere Las meninas, la Gioconda, El nacimiento de la primavera y Las Señoritas de Avignon, siempre sería decepcionante, y eso es precisamente algo que hay que conseguir en el hecho escénico, que no sea decepcionante sino misterioso, poderoso.
Ahí hay un momento que, claro, leído hoy, con los teatros vacíos, coge una enorme dimensión y trascendencia, cuando Susana y Carlos, mirando a los espectadores, hacia el patio de butacas, dicen: «vacío, sería terrible»
El tiempo que estamos viviendo será un tiempo que recordaremos y reviviremos siempre. Si bien esta obra no ha sido escrita en el confinamiento, solo acabada, es cierto que probablemente haya escrito algunas cosas apropiándome de esta experiencia actual o reaccionando a ella, y desde luego hay cosas que se resignifican por esta realidad que estamos viviendo.
Parece que todo tiende a resignificarse…
Tengo un par de citas de Benjamin para terminar que creo que vienen muy bien en estos momentos: una es la célebre sobre “organizar el pesimismo y no sucumbir a él”, y otra que habla de “empezar de cero, desenvolverse con poco y construir con casi nada” en un tiempo nuevo como este. Esto me hacía pensar en tu forma de dirigir, donde buscas desembarazarte de lo superfluo y justo desenvolverte con pocos elementos, porque donde sucede el teatro es en la mente del espectador.
Claro, esa es si quieres una posición ética y estética. Para mí el teatro es el arte de la reunión y de la imaginación. Creo que es muy importante, tiene un valor moral y político, devolver al espectador su derecho a imaginar, y es una experiencia que he hecho permanentemente. Como espectador cuánto he gozado cuando se me ha dado espacio para imaginar, y desde luego como escritor y ahora como director es algo que hago. Estábamos en el proceso de ensayos de La lengua en pedazos, que como te decía ha sido interrumpido, y comentaba a Clara y a Jesús que, si el anterior montaje de La lengua en pedazos era, si se quiere, minimalista, esta iba a ser una puesta en escena descalza. Yo amo el teatro descalzo. Me importa que menciones a Benjamin, porque Benjamin es verdad que ejercía ese lema de ‘organicemos el pesimismo’, y entonces él, viviendo la crisis más terrible que haya vivido nunca Europa, se quedó en Europa cuando podía haber escapado, y decía que lo hacía porque todavía en Europa hay posiciones que defender, lo cual siempre me produjo mucha emoción leer o recordar en estos días. Y por otro lado, precisamente él creía que estaba viviendo un tiempo de despojamiento, y que a partir de ese despojamiento podía surgir algo nuevo, y se refería por supuesto a un despojamiento material, pero también a un despojamiento del ornamento y de la cháchara; sentía que esa evacuación de la cháchara podía conducir a la construcción de un lenguaje nuevo, de un lenguaje, por cierto, más cercano a las cosas.
Me he podido releer también estos días La paz perpetua. ¿Estamos más cerca o más lejos ahora de la paz perpetua kantiana?
Se iba a dar la circunstancia esta primavera que iban a coincidir 4 montajes de La paz perpetua en Nueva York, en Estambul, en Lyon y en Setúbal. Es una obra que el año pasado se montó en Argentina y en Colombia. Se viene montando habitualmente y si esto ocurre es porque, de algún modo, la obra puede intervenir en una conversación que está en el aire, probablemente asuntos que se tratan en la obra están en el aire, no en vano es una obra sobre libertad y seguridad, y esto nos lleva al tema con el que empezábamos esta charla: es una obra sobre animales y podemos preguntarnos una vez más cuántos seres humanos son hoy educados para comportarse como animales y cuántos son tratados como animales. Pero, siendo una obra muy dura, es una obra que acaba con una paradójica luz, porque de algún modo lo que hace Enmanuel es defender a alguien a quien no conoce, y eso a mí me parece formidable, él hace un gesto sacrificial no por un amigo, no por un prójimo, es alguien a quien no conoce, y eso creo que también tiene que ver con nuestro tiempo, en el que hay gente que se está sacrificando por otros a los que no conoce. Me gusta pensar que podemos aprender algo de esa paradójica luz con la que acaba esta obra, que es una obra sobre control, sobre cómo se somete la libertad a la seguridad, sobre la tortura, nada menos. Pero como en la parábola del buen samaritano, se ejerce en la práctica, finalmente, una ética del cuidado y se acepta que cada ser humano es responsable de cualquier otro.