Un universo en nuestras manos: explorando Farout con Onírica Mecánica
Por Paula San Millán
Rumbo a Farout, de Onírica Mecánica, es un ejercicio de imaginación intergaláctico. 12 personas son convocadas en un teatro. A cada una se les otorga unos cascos, que sirven de herramienta para iniciar la expedición hacia los confines del universo.
Farout es el objeto más lejano del Sistema Solar observado por el hombre. La distancia es tal que nos invita a imaginar un nuevo mundo, “un mundo sin los errores de la tierra”, como se dice en la pieza. Los primeros que imaginaron Farout fueron 12 jóvenes estudiantes de la región de Murcia, convocados por Jesús Nieto, capitán de la nave. Son estos jóvenes los primeros que dieron respuesta a las pregunta que vertebra la obra. ¿Cómo fundaríamos una nueva sociedad desde cero?
Los espectadores ocupamos los puestos que un día habitaron los primeros exploradores de Farout. Entramos en una sala vacía donde tan solo encontramos dos mesas con seis sillas cada una y una caja de cartón blanca frente a cada silla. No hay actores. Nadie va a mostrarnos nada, tenemos que hacerlo nosotros.
Pero no estamos solos. El recorrido iniciado por Onírica Mecánica nos sirve de referencia. La compañía se dedica a generar dispositivos escénicos en los que la figura del actor o actriz se diluye para desviar el foco hacia los objetos, las palabras y las acciones. Somos los espectadores los encargados de manipular, construir e imaginar. Rumbo a Farout es una de las células escénicas que constituyen bio-drama, un proyecto que tiene como fin expandir la experiencia escénica hacia nuevos lugares, a través de la representación de las piezas teatrales mediante mecanismos digitales.
Mientras imaginamos Farout lo estamos construyendo, lo convertimos en una realidad. Viaje y destino se funden en una sola cosa. Abrimos las cajas para encontrar dentro unos vasos de cartón, vegetales, y unas figuritas de plástico. Los vasos son los ladrillos con los que diseñamos la arquitectura de este nuevo mundo. Los vegetales y las figuras, los seres vivos que lo habitan. Y nosotros, los que en un principio nos identificábamos como espectadores, somos creadores y ciudadanos al mismo tiempo.
Para que este nuevo mundo sea posible, debemos interactuar entre nosotros. Durante los 45 minutos que dura la pieza nos vamos integrando en una sociedad experimental. Nos comunicamos moviendo nuestros cuerpos, ordenando el espacio. En esta ocasión la palabra no nos pertenece. Son los
jóvenes los que hablan y con los que, entre todos, establecemos un diálogo imaginario. Ese discurso nos conecta y nos impulsa a actuar en consonancia.
Papel y cartón. Si cabía alguna duda, la calidad de los materiales nos devuelve a la realidad efímera de nuestra utopía. Las voces que nos hablan se rebelan ante la idea de ser el pueblo escogido. La juventud no quiere ser la mesías que anuncia el mundo por venir. De hecho, nos está pidiendo ayuda
para que el abatimiento y la ansiedad no se apoderen de ella.
A través de los auriculares nos llegan pensamientos y reflexiones fugaces, que van componiendo la atmósfera de Farout. La experiencia que propone la pieza no resulta especialmente movilizadora a nivel conceptual o ideológico. La fantasía de empezar de cero es muy seductora. Cuando parece que
no hay maneras de atravesar el presente a veces necesitamos dar un salto e imaginarnos de repente en otro lugar, con todas las posibilidades renovadas ante nuestros pies. La verdad es que no recuerdo como era el Farout que construimos ese día. Pero sí recuerdo la sensación de estar
haciendo algo juntos.
Rumbo a Farout se enmarca en una corriente escénica que cuestiona los principios más básicos del hecho teatral, como la co-presencia entre actores y público. El resultado es una pieza en la que el público se hace consciente de sí mismo y es capaz de generar dinámicas comunitarias. La propuesta
de Onírica Mecánica logra reconfortar unos cuerpos cansados de remar en solitario.
Depois da Chuva: uma história feita de seres humanos e destinos
Por Carlota Nicolás
Obra de Teatro e Marionetas de Mandrágora programada por el Festival Pendientes de un hilo en el Teatro Pradillo de Madrid el día 3 de noviembre de 2024. Este año el Festival mostró de nuevo su compromiso social y cultural al programar numerosas obras relacionadas con la emigración y la
guerra. Con este título que nos invita a imaginar qué es lo que puede suceder ‘después de la lluvia’, se nos introduce en una historia humana como tantas otras: felicidad en el amor, creación de una familia… sin embargo estos seres cuyos sentimientos y sucesos nos resultan inicialmente cercanos nos llevan a transitar por lugares sin identidad; desde el sentimiento de serena cotidianidad somos introducidos en el de miedo e incertidumbre.
En escena, objetos sencillos transforman las situaciones, las casas cuidadas y bellas de la pareja protagonista se transforman en sus propios equipajes, y así otros muchos objetos necesarios en una vida común van adquiriendo nuevas funciones. Algunos objetos tan corrientes como son sus propios paraguas cobran una vida simbólica, ya que la obra tiene la lluvia como hilo conductor. Con la maestría propia del teatro de títeres se va más allá en el aprovechamiento de los objetos, como también hacen, y han hecho siempre, quienes tienen poco: estos mismos paraguas son los barcos que se balancean en un mar de olas, en una de las escenas más conmovedoras y poéticas de la obra.
Así contado, mediante elementos escénicos cambiantes y sin palabras inteligibles, pero sí muy expresivas, junto a una música que marca espacios y penetra ondamente, se nos acerca a la vida de esta familia. La vida de una familia que es difícil de imaginar a quienes nunca se han visto oblidados a emigrar. Se nos muestra y se nos hace vivir lo que puede ser vagar sin demora. Los lugares de la cotidianidad son vaciados de referencia, tan solo los tres seres, padres e hijo que se desplazan existen, pero también ellos son seres sin referencia clara, sus vestidos y sus caras no tienen una identidad reconocible. El tiempo, ese otro elemento que nos ancla en una historia tan solo se percibe por el crecimiento del hijo. Este personaje lo representan marionetas que cambian a medida que crece el niño, y en ninguna de estas edades este personaje nos provoca especial ternura pues por su aspecto mantiene cierta distancia y anonimato pretendido.
La atmósfera que se crea en toda la obra es sombría, en consonancia con el viaje que se impone a los personajes.
En la estructura de la obra además de la narración principal hay una escena que aporta algo puramente simbólico: la protagoniza un ajedrez, imagen del juego y del destino de las vidas; el uso de luces y sombras carga de misterio nuestra mirada. Tan solo otro personaje contribuye a la narración, es el enemigo o soldado contundente y vigilante, cuyas dimensiones irreales y cuya cara marcada por una máscara de fuertes colores y dientes agresivos no dejan dudas sobre la cruel presencia y función del personaje en escena, pese a sus pocos matices dramáticos.
Cada uno de los cuadros en los que se transforma la escena, en los que se desarrolla la vida y el viaje van siendo a medida que progresa la obra más lentos y esa lentitud desdibuja los sucesos que sin embargo son cada vez más dramáticos. Quizás sea un modo intencionado para lograr ese efecto del ‘sin tiempo’ en el que viven tantos seres en nuestro mundo. Quizás este ritmo en las escenas consigue de modo poético y no complaciente el efecto de hacernos sentir cerca de vidas anónimas sobre las que la lluvia cae, como cae la incertidumbre, el sin lugar y el sin tiempo.
Si nuestra mirada y nuestros sentimientos son llevados a ver y a sentir que otras vidas vagan bajo la lluvia, esta obra ha conseguido su objetivo.
El final, como esa línea dorada de todas las bellas obras escritas, es escénicamente sorprendente, a pocos dejará indiferente.
¿Puede ser bello lo oscuro?
Por Lupe Estévez
Un espectáculo de títeres tiene algo de acto de fe, de ese ‘querer creer’ que lleva al espectador a obviar las manos, caras y cuerpos que están a disposición del movimiento, al servicio poderoso de dar vida.
Cuando vi esta función llamada No te asuste mi nombre, quise creer y creí, porque la compañía Títeres de María Parrato convierte ese verbo en algo fácil. El cuerpo se fusiona con el títere de un modo en que no es que no te importe ver las astucias, sino que éstas complementan, y resulta hermoso entrever eso que hay detrás, descubrir el modo; colocándote como espectadora activa de la obra.
No estoy con esto hablando de técnica, que también, estoy hablando de algo que no se puede enseñar; se tiene o no se tiene. Estoy hablando del alma, del alma de María Parrato. Dice, en su irresistible humildad, que ella es simplemente un canal para las historias y yo también me quiero creer eso, porque lo sentí.
Hace 20 años, el Festival Pendientes de un hilo, que ahora acoge No te asuste mi nombre, no había visto todavía la luz, pero sí la sala en que se estrenó, el Teatro Pradillo, donde tienen lugar la mayoría de los espectáculos del Festival, junto con el Centro del Títere. En aquel momento la obra, que ahora vuelve a ese mismo lugar, supuso algo sorprendente en nuestra escena, al colocar a la infancia ante la palabra muerte.
Aunque en los cuentos tradicionales, este tema está muy presente, se había ido abandonando en la literatura infantil contemporánea. Este camino se ha vuelto a recorrer con historias como El pato y la muerte de Wolf Erlbruch o propuestas más recientes como la de Wonder Ponder en ¿Así es la muerte? en la que son los niños y niñas quienes lanzan preguntas sobre esta cuestión.
Son proyectos de mucho valor que sitúan a la infancia lejos de la hiperprotección, para hacerles presente de un modo natural, algo que forma parte de la vida. Esto todavía puede estremecer en una sociedad como la nuestra, distante de culturas como la mexicana que integran la muerte en su vida y sus ritos, de un modo cariñoso y hasta festivo. No nos resulta nada extraño que esta obra haya viajado tantas veces a México, por su modo de abordar el fin de la vida.
Cuando una contempla una pieza que lleva rodando desde hace tanto tiempo, es inevitable cuestionarse cosas como si su tema sigue estando en vigor o sigue siendo necesario, si sigue emocionando, divirtiendo o lo que toque, si actoralmente la cosa sigue estando bien sujeta, si la dramaturgia aún se mantiene en pie o ha empezado a tambalearse. También comprobamos si la estética continúa atractiva; los gustos en este campo corren tanto…
Es posible que si la obra se hubiera creado ahora, la compañía, aún siendo muy bella la propuesta, habría variado alguna cosa en la estética, que no nos habría molestado, pero soy consciente de que todo esto no son más que tendencias sin peso y que la obra por sí misma sigue teniéndolo y mucho.
El relato que nos cuenta la pieza, parte de una historia tradicional y universal, que la compañía transmite de un modo propio. El protagonista es un niño, representado por un títere que se mueve y expresa como si fuera un milagro y lo hace en dos tamaños: uno el natural y el otro, un tamaño minúsculo que parece simbolizar el juego, los deseos, la imaginación, el alma libre del protagonista, que vuelve a la realidad, a su tamaño, para enfrentarse al cuidado de su madre enferma, con una responsabilidad que sentimos grande para él. Esto es algo que se hace doloroso a la vista, pero el humor nos ayuda a convertir la angustia en risa, o al menos en suspiro.
Ambos nos hablan, casi desde el principio de la pequeña muerte, como si fuera una muerte adaptada al mundo infantil, pero no es así. Es una muerte dura que el protagonista intenta apartar de su madre con toda la violencia que lleva escondida bajo su niñez. Sentí que los adultos estábamos inmersos en la intensidad profunda de la pieza, pero se nos colaba en algún momento el pensamiento de cómo lo estarían viviendo los pequeños
en la sala. Cuando los focos les dieron luz, sus caras eran amables, seguras y emocionadas, porque cuando la emoción de una historia está bien construida, no se agarra a edades ni a generaciones.
Quisiéramos haber seguido a esas familias para saber qué nuevas conversaciones habrían surgido de este estímulo emocional y bello; qué preguntas, ya no tan incómodas, saldrían de sus mentes, al haber sido alimentadas con este contexto balsámico pero consciente. Quizá tengamos que leer ¿Así es la muerte? para hacernos una idea.
Dice María José Frías, conocida como María Parrato y Premio Nacional de las Artes Escénicas en 2016, que la materia es lo que la mueve y sabemos que lleva moviéndola desde los quince años. Con esa materia crea belleza, incluso cuando nos habla de algo tan oscuro como la muerte y la enfermedad, como si quisiera recordarnos que la belleza está en todo.
Yo también quiero creer eso. Quiero creer que cuando la muerte venga a por nosotros, será tan dulce, cariñosa, inevitable y bella como la que vimos ayer.