“Inventamos lo que somos muchas veces para dejar de lado lo que pudimos llegar a ser”, dice Tristán Ulloa. Tras una época de éxito audiovisual, sobre todo protagonizando la multipremiada serie Fariña, el actor vuelve a las tablas para medirse por primera vez con el teatro de Arthur Miller y una de sus últimas obras, El Precio, que sigue en el Pavón Kamikaze de la mano de Bitó Producciones
Por Álvaro Vicente / @AlvaroMajer
Fotos: Javier Naval
Vuelta al teatro tras aquella maravilla que fue Tierra del fuego…
No, teatro no había hecho más, he estado rodando mucho fuera, primero 7 meses en Galicia con Fariña, me fui de vacaciones en Navidades pasadas a Argentina con la familia, y después a la vuelta a Málaga con Snatch, y luego empalmé con otra cosa pequeña, y de pronto salió esto.
Esto es, nada menos, ser Víctor en El Precio de Arthur Miller, con Gonzalo de Castro enfrente y bajo la batuta de Silvia Munt. Era irrechazable, ¿no?
Pues tuve que hacer encaje de bolillos para estar y dejar otro trabajo que tenía comprometido, pero no me lo quería perder, porque me seducía mucho, me pusieron los dientes muy largos. Trabajar con Silvia Munt me apetecía todo, y luego, sí, Gonzalo, Elisabet (Gelabert) y Eduardo Blanco, que es amigo mío desde muchos años.
Los actores, llegado un determinado momento, ¿tenéis que aprender a decir no?
Sobre todo porque cuando te bajas de un carro tres meses antes, yo me siento fatal, pero me encuentro con gente que se baja con una semana de antelación o con el carro ya en marcha, y yo me siento muy mal cuando digo que no tres meses antes. Me lo dice mi chica: tienes que saber decir que no, y haz lo que más te interese en cada momento, sea por lo económico, sea por lo artístico, lo que apetezca más, ya está. Pero bueno, hay que tener una cierta clarividencia para eso que yo no tengo.
¿Es tu primer “miller”?
Sí, primera vez. Y El precio la había leído en la escuela y tenía un vago recuerdo, solo me acordaba de un tipo vestido de policía y muchos muebles.
En este montaje están también los muebles, claro, pero como de forma más simbólica, ¿no?
Sí, en realidad hay algo en la luz y en la escenografía como expresionista, nos hace pequeños, hay algo que hace que parezca de pronto el cuarto de juego de los chicos.
¿Cómo es soportar prácticamente todo el peso de la función? Porque tu personaje no sale de escena en la hora tres cuartos que dura.
Está siendo todo un reto. Yo nunca había tenido una experiencia así en escena. Es una obra que requiere mucho fondo y administrar muy bien la energía, es fácil tirarte a la piscina a la primera de cambio, pero hay que contener. Pero el texto lo aguanta bien, es una dramaturgia perfecta.
El encuentro entre los dos hermanos es todo un choque de trenes, pero la aparición de Solomon, el viejo tasador, pone la obra en otra dimensión.
El viejo, el personaje que hace Eduardo Blanco, para mí es una alegoría. Tiene una energía vital que arrolla con todo, tiene más energía que los otros tres personajes en realidad, y es una lección de vida. Es un tipo que ya ha ido y ya ha vuelto, cuando estamos todos empezando a ir. Tiene una mirada, no de suficiencia, pero les dice: chicos, esto no es así, tenéis que aprender a confiar en la gente, que la vida son dos días y uno llueve. Y te lo explica un tipo que ha vivido un drama muy doloroso, que ha perdido una hija, y que aún así sigue al pie del cañón. El tipo se sentía totalmente desahuciado de la profesión y de repente Víctor le llama y aparece. Obviamente está puesto ahí por algo ese personaje, hay una proyección del personaje de Víctor en ese personaje, es muy bonito el reconocimiento que hay entre ellos. En esencia Solomon tiene mucho de Víctor, o Víctor de Solomon, y en forma Solomon tiene mucho de Walter, o Walter de Solomon. Es un personaje que reúne la forma y la esencia de cada uno de los dos hermanos.
Luego todo ese contexto político de fondo, el crack del 29, las crisis que van de la sociedad al individuo…
Es una obra que está situada en el 68, pero que se va 30 años atrás. Sabemos lo que fue esa época y hay unas imágenes muy icónicas de esa época, que se convierten en imágenes narrativas. Hay un monólogo que tiene al final Víctor que habla de cuando le pidió dinero a su padre y él le dijo que estaba arruinado, y Víctor dice que se fue a Brian Park, en Manhattan, un sitio que entonces parecía como un campo de batalla o un albergue de refugiados, donde estaba toda esa gente de negocios arruinada, con sus trajes de corbata tirados en la hierba. En la obra de hecho se proyectan fotos muy icónicas de aquel momento de un fotógrafo de entonces que se llama Saul Leiter, que cazaba momentos cotidianos del crack del 29.
El teatro, como en este caso, recoge las consecuencias íntimas, familiares, de las grandes crisis.
A mí esta obra tiene un punto que me ha tocado mucho por el lado personal. Hay un reconocimiento de lo que cuenta Víctor, mi personaje. Él siente la obligación moral en un momento dado de atender a su padre, en vez de volar libre, de hacer lo que quería, y en un momento tan depresivo en el que el padre aparentemente estaba arruinado. Luego ya vemos que la historia va por otro lado. Inventamos lo que somos muchas veces para dejar lo que pudimos llegar a ser. Y eso es lo que le pasa a Víctor, hay una mezcla de conciencia y de no querer ver, por otro lado, de no querer ver el problema de frente. Y Walter es lo pragmático, el que dice esto no es como tú lo cuentas, tú eres dueño de tu propia vida, tú verás lo que has hecho con ella.
¿Qué es lo que más te ha costado en lo personal para defender a Víctor?
Me ha costado mucho defenderlo porque hay una parte con la que me identifico, pero hay una gran parte del personaje que no la entiendo. Yo el victimismo no lo entiendo. Víctor tiene una verdad y Walter tiene otra verdad, y las dos son verdades, y es lo que pasa siempre con las verdades…
Y más entre hermanos…
Claro. Uno se fue y triunfó, y el otro renunció a cumplir sus sueños para quedarse a cuidar del padre, renunciando a muchas otras cosas como posponer la paternidad, hacer feliz a su mujer, viajar… es vivir en una auténtica depresión vital y económica, y 30 años después darte cuenta de esto… abrir los ojos cuando ya es tarde. Ese es el precio que él ha pagado por su decisión, de ahí el título, no hay que ser muy lince.
Una mala decisión te puede arruinar la vida…
Totalmente. En realidad estamos en un mundo en el que nos han empujado a vivir siempre en el filo y la libertad a veces te juega malas pasadas. A mí me encanta la primera literatura de Paul Auster por eso, porque habla de lo fácil que es llegar a la precariedad y a estar en la puta calle. Estamos más cerca de lo que pensamos. Y nosotros los actores, lo he visto muchas veces, tan pronto estamos en la alfombra roja como pidiéndole dinero a los amigos o a la familia. Y cada vez es más común, en cualquier profesión.
Dos hermanos, Víctor (Tristán Ulloa) y Walter (Gonzalo de Castro) se encuentran en el desván de la casa familiar después de 16 años sin hablarse. En breve la casa será demolida y Víctor y su mujer (Elisabet Gelabert) convocan a Walter a una reunión con un tasador (Eduardo Blanco) para decirir el precio de los muebles. Silvia Munt dirige a estos cuatro portentos de la interpretación en esta certera y precisa radiografía del ser humano.
El Pavón Teatro Kamikaze. Hasta el 6 de enero