Por Luz Arcas

 

La primera vez que vi a Egly Larreynaga fue al final de la representación de Si vos no hubieras nacido, de su grupo de teatro La Cachada, en la ya desaparecida Casa Tomada, un refugio para los artistas independientes en la ciudad de San Salvador.

En palabras de... Luz Arcas en Madrid
La bailarina y coreógrafa Luz Arcas.

En la obra, mujeres trabajadoras del mercado (que acabaron siendo actrices profesionales por el éxito del montaje) representaban episodios reales vividos durante sus embarazos no deseados en un país en el que el aborto es considerado homicidio en primer grado. Todas ellas se encontraron por primera vez en un taller con fines sociales que impartía la propia Egly y que acabó por convertirse en un proyecto vital, en una compañía.

Era abril de 2019, antes del Gobierno de Bukele. Yo había viajado hasta El Salvador para trabajar con la Compañía Nacional de Danza, otro proyecto milagroso, con sus lastres institucionales, pero al fin y al cabo la única salida profesional real para los bailarines salvadoreños. Creamos Dolorosa, una obra sobre la memoria personal y colectiva del país. Queríamos que el cuerpo desenterrara material de la memoria aplastada y silenciada por siglos y siglos de violencia: al colonialismo histórico y al imperialismo norteamericano se suman la mayor masacre indígena de Latinoamérica, una larguísima guerra civil y la complicada situación de las maras, fruto del racismo y la desigualdad extrema, crónica.

No hablé con Egly hasta días después de la función de La Cachada, mientras devorábamos una hamburguesa enorme para quitarnos la resaca en uno de los barrios más ricos y seguros (estas dos palabras siempre van unidas en El Salvador) de la ciudad, custodiado por hombres armados con AK 47 en cada cuadra. Fue entonces cuando me invitó a impartir una clase de danza en una Granja, una cárcel para mareros menores de edad, donde enseñaba teatro regularmente con sus compañeras del Teatro del Azoro, su primera compañía (fundada junto Alicia Chong (intérprete/creadora en Todas las santas), Pamela Palenciano, Paola Miranda y Luis Felpeto), con la que dieron un giro al teatro nacional salvadoreño: de los clásicos norteamericanos y europeos que se montaban en la posguerra a su teatro urgente, comprometido con la realidad del país. De la evasión al azoro.

Al día siguiente las acompañé a la Granja, y di mi clase a los menores. Recuerdo al grupo de presos salir de uno de los módulos a la cancha de baloncesto, con los ojos arrugados por la luz del mediodía. Recuerdo sus cuerpos llenos de tatuajes y sus cicatrices, la tensión extrema de sus músculos, su estado de alerta permanente, sus manos ásperas, llenas de trabajo y de muerte, la violencia de sus rasgos adolescentes, sus miradas hacia ninguna parte y hacia todas a la vez.  Uno de ellos se acercó hasta mí y me metió en el bolsillo el número de teléfono de su madre en un papel diminuto infinitamente doblado.

A la vuelta paramos a comer unas tortillas en carretera. Egly me contó que cuando cumplían 18 años o se iban a la cárcel de mayores o, si salían, corrían peligro de muerte entre los propios compañeros de las maras (pasaban a ser presuntos chivatos), y muchos se metían a curas para protegerse.

También me contó que era hija de guerrillera, y que había pasado su infancia de país en país, que estuvo perdida durante dos años en un orfanato, que cuando la encontraron la mandaron a Cuba donde sufrió abusos sexuales de su padre adoptivo y como consecuencia una alergia crónica que la llevó hasta el hospital de leprosos, y que hasta sus 11 años no se reunió con su madre en Nicaragua, a la que hasta entonces sólo conocía por el seudónimo del partido.

Le dije que había contado muchas historias, de muchas personas, pero que nunca había contado la suya. Pensamos que tal vez nos habíamos conocido para eso. Y ése fue el principio de Todas las santas.

No sé qué obra ha resultado, hay algo de ella que se me escapa constantemente de los dedos, como si no se dejara domesticar ni por mi oficio de directora, ni por mi mirada de española, ni por el tremendo relato de sus vidas. Como si la vida de la obra estuviese en otro sitio, como si el teatro tuviese un mensaje para nosotras que no siempre somos capaces de escuchar.

Después del proceso creativo, que no ha sido nada fácil, sólo puedo decir que Egly y Alicia me han enseñado más que nadie del trabajo, del teatro, del cuerpo, de la vida. Y que siempre pienso, y lo he dicho otras veces, que si las hubiera conocido en la adolescencia yo hubiera sido una persona mucho más feliz.

Nunca es tarde para encontrarse.

 

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