Supernormales, en en el Teatro Valle-Inclán

 

 

Por Yaiza Cárdenas

Fotos: Luz Soria

 

Placer: Goce o disfrute físico o espiritual producido por la realización o la percepción de algo que gusta o se considera bueno. Diversión, entretenimiento.

Deseo: Movimiento afectivo hacia algo que se apetece. Impulso, excitación venérea (RAE).

Los que ya hayáis leído algún artículo mío sabréis que me gusta mucho romper el hielo con definiciones. La verdad es que me habría gustado abrir el melón con la definición del término ‘sexo’, pero la Real Academia Española lo explica como “actividad sexual”.

Vamos, que si un niño necesita información al respecto, más nos vale cruzar los dedos porque sus padres le den ‘la charla’ y no se traguen lo de que venimos de una cigüeña o decidan acudir a informarse a sitios como Pornhub.

Cariño, la cigüeña que te trajo al mundo copuló con otra cigüeña y, gracias a eso y a que no usaron métodos anticonceptivos, llegaste tú a este mundo que sigue haciendo de ello un tabú.

Por suerte, no toda la información al respecto es tan ambigua. Cada vez más medios alzan la voz desde distintas plataformas y podcast como Estirando el chicle o perfiles de Instagram como el de @mamacasquet ofrecen información bastante más explícita sobre algo tan natural como son las relaciones sexuales. Aun así, todavía queda mucho camino por recorrer y la obra Supernormales, actualmente en el Teatro Valle-Inclán de Madrid, nos invita a caminar por uno de los senderos más olvidados: el de las personas con diversidad funcional.

¿Alguna vez os habéis planteado qué pasa con ellos? ¿Alguien que no sea su familia se lo plantea? ¿Mantienen relaciones sexuales? ¿Las disfrutan? ¿Son iguales que las nuestras? ¿Sienten deseo con mayor o menor frecuencia que nosotros? Y ¿qué les da placer?

Esther F. Carrodeguas trata de dar respuesta a estas y otras preguntas con un texto impecable que, interpretado por un elenco de lo más heterogéneo y perfectamente funcional, logra no solo hacer reír y llorar al público, sino también reflexionar.

 

Supernormales pone sobre la mesa temas tan crudos y reales como el abuso que sufren muchas de estas personas, a menudo por las mismas manos que les cuidan, manos con el poder de curar o romper, y cómo la decisión entre contarlo o callarse repercute directamente en su futuro.

La, en ocasiones, sobreprotección insana de las familias que lleva a una falta de comunicación y confianza de aquellos a quienes trajeron al mundo, cansados de la infantilización a la que se ven expuestos día a día, es otro de los puntos fuertes. Porque ir en silla de ruedas, ser ciego o reproducir más lentamente aquello que quieres decir, no implica que no te enteres de las cosas, pero en una sociedad cada vez más acostumbrada a la inmediatez, la paciencia no es una de nuestras mayores virtudes y eso hace que personas de su entorno (o a veces ni eso) hablen por aquellos que quieren hablar por sí solos, pero necesitan más tiempo del que se les concede para hacerlo.

Entre lágrimas, risas y furia, esta oda al placer y la empatía dirigida por Iñaki Rikarte nos presenta fetichismos extremos y nos hace viajar entre los paralelismos y las diferencias que tiene la asistencia sexual con la prostitución, al menos para una sociedad que, a pesar de poder ver, a veces decide no hacerlo y, otras, lo hace desde el prejuicio.

Y, sentado en la butaca, uno no puede parar de preguntarse “¿qué haría yo en su lugar?” y la respuesta es igual que poner rampas para obtener el certificado de ‘accesible’: una mierda.

Y es que, como broche de oro, usar al Centro Dramático Nacional para criticar el posicionamiento de los organismos públicos y los teatros ante el reto de la accesibilidad es de tener unos ovarios muy bien puestos y un corazón muy grande.

Efectivamente, las rampas no te hacen accesible. Los subtítulos a un kilómetro de altura de la escena no te hacen accesible. Dedicar un par de funciones a tener en cuenta a aquellos que el resto del tiempo se vuelven invisibles, no te hace accesible.

La humanidad, sin embargo, sí lo hace. Porque “no es tan fácil poner una rampa en la mente de las personas”, pero, entre todos, sí podemos allanar el camino.

Alcemos la voz por los únicos dos motivos por los que merece la pena quedarse afónico: para protestar por aquello que es injusto y para gritar de placer.

 

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