Por Álvaro Vicente
Fotos: Jean Louis Fernandez
En el año uno después de Peter Brook, nos llega al festival un nuevo montaje con la marca del parisino Théâtre des Bouffes du Nord. Para los ajenos al olimpo escénico, Brook es uno de los maestros indiscutibles del teatro a nivel mundial; nos dejó en julio de 2022 a los 97 años y pasó sus últimos 40 ligado a Bouffes du Nord, teatro que él mismo puso en marcha al norte de la capital francesa. Allí se ha cocinado este delicioso trabajo de Samuel Achache, director escénico que no ha dejado de coquetear con el repertorio musical clásico desde que en 2013 firmó, junto a Jeanne Candel, la dirección de Dido y Eneas, de Purcell, con la que ganó un premio Molière a Mejor Espectáculo Musical. En 2015 ya estrenó en Avignon y un año después llegó su primera colaboración con Bouffes du Nord con la puesta en escena de Orfeo / I died in Arcadia. En esta ocasión, junto al director musical, saxofonista y clarinetista Florent Hubert, presenta una obra donde convive el teatro con los lieder de Schumann.
“Todo empieza con una ruptura, la de una pareja, su casa y su historia. Hablan o cantan, que al fin y al cabo es lo mismo. El final de su historia es el principio de la nuestra, que es volver a construir sobre sus propias ruinas”. Así explica Achache, muy a grandes rasgos, qué es Sans tambour. La poderosa metáfora que se usa tantas veces para referirnos al final de una pareja, la del derrumbe del edificio, se hace literal sobre el escenario, donde vemos caer las paredes de una casa al ritmo vertiginoso de la última y definitiva discusión. Con los trozos esparcidos por el suelo, la pieza se construye sobre la destrucción, de manera fragmentaria, explorando muy libremente los vínculos entre teatro y música, música también fragmentaria. Si los lieder son fragmentos, ellos trabajan a partir de fragmentos de fragmentos. Un ritual donde cabe el burlesque circense por momentos, la melancolía del clown, el humor, la ternura y el dolor, la risa y esa lágrima que resbala por la mejilla e intentamos disimular sin éxito.
En esa dramaturgia no lineal que nace de la descomposición, se construye una pieza en forma de cuadros que pasan por diversas épocas, llegando incluso a la Edad de Piedra, ensamblando trozos de vidas asociadas a esa casa. Capas del pasado y huellas del presente con canciones que surgen de las ruinas e instrumentos musicales que brotan entre los escombros. El lied es una forma musical íntima, una miniatura donde la sinfonía es un desarrollo, una imagen totalizadora del mundo y del pensamiento, capaz de diseminar en la mente receptora imágenes muy subjetivas, profundas pero fugaces. Como antepasado de la canción popular, es un vehículo idóneo para hablar del amor, un sentimiento resbaladizo que no siempre se puede agarrar desde la razón. Los protagonistas trabajan la acción con la música y viceversa. Si deben tener la música o el canto como medio de expresión cuando las palabras ya no sirven, cada uno encontrará su propia forma de hacerlo, de volver a tejer redes desde la soledad que atenaza al amante roto.
El reparto, tanto en la parte actoral como en la musical, es impecable, y la simbiosis entre ambos modos de comunicar hace el espectáculo irresistible, porque a veces es tan disparatado que podría descarrilar y, sin embargo, encuentra la forma de hechizar al público y llevarlo de lo alegre a lo conmovedor con pasmosa sencillez. El amor es el tema eterno: a veces fluye con sorprendente facilidad y en otras ocasiones se vuelve endiabladamente complejo. En uno y otro extremo, nos encontramos a menudo con que solo una canción puede definir de pronto lo que sentimos, sin saber muy bien cómo. Cuando el mundo se pone patas arriba por amor, una canción puede acompañarnos en el pozo de nuestro sufrimiento o ayudarnos a sacar la cabeza de toda esa materia caótica y sentir el renacimiento.