Palabras encadenadas es, si se quiere leer así, la historia de un psicópata y su(s) crímen(es), ¿han existido realmente, han sido ‘ensayos’ para el único crimen que deseaba perpetrar?, ¿forman parte sólo de una macabra broma?
Pero la obra desvela también la imposibilidad de marcar límites entre la locura y cordura, entre verdugo y víctima. Sabiamente Jordi Galcerán construye la pieza de forma milimétrica, graduando la información que nos permite el desvelamiento de las verdaderas relaciones que unen a los personajes. Paso a paso, la historia se hace más compleja y el afloramiento de cada nueva verdad sigue un cuestionamiento, de modo que se genera una nueva incertidumbre. Lo que hubiera podido ser una simple propuesta moral, todo lo emocionante que se quiera, pero lastrada por una clara toma de partido, que nos hubiera impedido a simpatizar directamente con la víctima y sentir repugnancia por el verdugo, queda convertido en un ambiguo interrogante sobre la condición humana, gracias a un hábil escamoteo, que no es otra cosa que la muestra de que ser un torturador y no torturado sólo depende de tener el poder de elegir el papel y contar con los recursos necesarios para representarlo con éxito.
El director Domingo Cruz recoge el excitante thriller de Jordi Galcerán y lo vuelve a poner en escena para que sus personajes se sumerjan una vez más en un sádico juego en busca de la verdad.
Protagonizada por David Gutiérrez y Beatriz Rico, su historia presenta a Laura, una psiquiatra que acaba de ser secuestrada por Ramón, su propio marido y quien le ha reconocido ser un asesino en serie. Atada a una silla en un lúgubre sótano, Laura no puede más que aceptar la proposición que le hace Ramón de jugar a un juego: palabras encadenadas. Las reglas son fáciles y las consecuencias también: si ella gana podrá marcharse sana y salva, pero si pierde…
Así se imbuyen en un laberinto de mentiras y crueles recuerdos con los que ambos personajes comienzan a torturarse mutuamente a través de ágiles diálogos donde la bondad de uno y la maldad del otro se hacen tan ambiguos como el juego del gato y el ratón.