Una mujer adulta. Una niña de siete años. Una bailarina con el cuerpo dolorido de ensayar y trabajar en el teatro. Una niña que baila a escondidas y hace contorsiones de serpiente. Una mujer en tránsito, viajera de pocas maletas y de muchas huidas. Una niña que no quiere ir al colegio. Una mujer que vuelve a la casa de los padres. Una niña que se esconde bajo la mesa. Una mujer sola. Una niña que cree en los amigos invisibles. Una mujer que come lo justo. Una niña que devora regaliz. Una mujer y una niña, la niña que fue la mujer, hace mucho tiempo.
Una mujer, Pina, viene a vender el café de sus padres y a encontrarse con sus recuerdos. Esta es una historia de apegos. El apego a la memoria, a los objetos, al mundo imaginario, sugestivo e impermeable a la decepción. Pero también es una historia de pérdidas. La pérdida de los seres queridos, de las personas que nos importan, las que nos ayudan a ser quienes somos. Una historia sobre la persona que éramos de niños y la que somos de adultos. Una historia agridulce sobre lo que cuesta crecer.
Volver a casa, el espacio viejo, antiguo, del pasado. Volver al origen de las cosas, volver al principio. Volver a vaciar la materia, para hacerla liviana. Volver a cerrar con llave las heridas de entonces. ¿Cuándo empezó la fragilidad? ¿Cómo?