El limbo es ese espacio intermedio entre la salvación del cielo y la condena del infierno, al que llegan las almas inocentes de quienes mueren sin haberse bautizado y, por tanto, tienen la mancha del pecado original. La Iglesia católica niega que el limbo exista, y lo atribuye a una suerte de teología popular. Sin embargo, el limbo es una imagen poderosa de la cultura occidental: un icono del miedo ante la tierra baldía y un símbolo en potencia de nuestra sociedad, que es una sombra digital o un reflejo deformado en una pantalla de litio.
Así, el limbo es el jardín de los vuelos de bajo coste, donde se conocen y aman Carlos y Clara, Pedro y Paulino. El limbo es el espacio de los dioses posmodernos, en el que Steve Jobs fabrica una manzana y Carlos Marx transiciona a su verdadera identidad. El limbo es un muro tecnológico, que nos grita y nos araña, que nos separa e incomunica. Por eso, al final, el limbo siempre nos encuentra destrozados.