Por Álvaro Vicente
Fotos: Santiago Mazzarovich
Calderón es un apellido que suena a teatro a poco que estés cerca del arte escénico, como trabajador o como espectador. Este montaje riza el rizo y nos presenta una obra de Pedro Calderón de la Barca a través de la versión que han escrito el chileno Guillermo Calderón y el uruguayo Gabriel Calderón, dirigida por este último, en lo que supone su vuelta al Festival de Otoño tras la conmovedora Ana contra la muerte que pudimos ver en la edición del pasado año. Entre el karma y el chiste, los ‘calderones’ alumbran un artefacto nuevo a partir de El príncipe constante con la producción y el elenco de la Comedia Nacional de Montevideo, una de las instituciones públicas culturales más antiguas de Latinoamérica. Fundada en 1947, Margarita Xirgu estuvo vinculada a ella durante dos décadas. Recogiendo aquel linaje, muy ligado al Siglo de Oro español, afronta cada temporada montajes a partir de clásicos sin perder la oportunidad de ponerlos en diálogo con poéticas contemporáneas. Es una excusa perfecta para sellar la primera colaboración entre el Festival de Otoño y la Compañía Nacional de Teatro Clásico, una forma de acercar la tradición al lenguaje escénico presente.
Porque eso es precisamente lo que ocurre en Constante, una obra donde no quedan muchos versos del original de Calderón de la Barca, pero sí mucho de su huella. “Hacer un clásico implica discutir y reafirmar su validez, ponerse en la línea de su tradición, pero apuntar hacia una dirección en el futuro”, explican los ‘calderones’. Parafraseando a Borges, han decidido quemar la biblioteca, trabajar con el texto como si estuviese perdido, como si ya no pudieran acceder a él, como si lo soñaran mal y lo tradujeran peor, tal vez traicionando al autor, pero siendo fieles al teatro. “Si toda la poesía del mundo desapareciera -le escribió Goethe a Schiller en una carta-, sería posible reconstruirla sobre la base de El príncipe constante”.
El príncipe constante cuenta la historia de don Fernando de Portugal, que en su expedición de conquista por tierras marroquíes, hace prisionero al general Muley, del que está enamorada Fénix, la hija del rey de Fez. Movido por la compasión y la piedad, Fernando libera a Muley. Luego será el príncipe portugués quien caiga prisionero en el país norteafricano, torturado hasta su muerte y su conversión en mito. Prácticamente nada de esto está en la pieza de los ‘calderones’, cuyo argumento se desarrolla en una pequeña ciudad de un pequeño país de Latinoamérica. Allí, un dinero ruso de dudosa procedencia permite hacer una coproducción internacional de El príncipe constante. Tiempo después, cuando la obra ya ha fracasado, una cama, aquella cama donde se torturó al príncipe, es el nudo de pujas, peleas, reclamos, sueños, investigaciones y crímenes.
Se trata de hablar sobre la constancia del arte, la constancia de la fe y del amor, de la violencia y de las guerras, y sobre todo la constancia de Calderón, un nombre que propone, aún hoy, luchas por dar. Con un aire de thriller misterioso, de claroscuros, la obra evidencia la torpeza policial de unos agentes que buscan en un texto del siglo XVII los indicios de un asesinato en el presente, convirtiendo la pirueta en una referencia a aquellos militares de las últimas dictaduras que buscaban en las obras de arte pruebas de actividades subversivas. De hecho, la tortura, tan tristemente vinculada a estos periodos históricos infames, se convierte en tema central. Como dice Gabriel Calderón, “para poner a prueba una fe constante, uno de los procedimientos históricos del mundo es la tortura”. Es la forma de quebrar, la forma de romper, la forma de acabar con la integridad y la dignidad de cualquiera. Jugando, pues, al teatro dentro del teatro, los ‘calderones’ ponen y quitan, quitan y ponen capas de una cebolla en la que cinco personajes se mueven en torno a una cama para dilucidar qué ocurrió en ella y con ella. Constantemente.