Por Claudia Castellucci / @TeatroComandini
Artículo que surge tras el Seminario sull’Ecfrasi impartido por Claudia Castellucci en el Museo del Prado los días 29 y 30 de noviembre de 2019, organizado por el Festival de Otoño de Madrid, dirigido por Carlota Ferrer
Antes de entrar en el Prado pasé junto a una multitud de personas que, de pie, expuestos al frío y bajo una lluvia torrencial, esperaban formando una cola que no avanzaba. El privilegio de acceder con prioridad, pasando por delante de toda aquella gente gracias a un pase especial –una acreditación que me había sido concedida, con motivo de la clase de Écfrasis que me habían invitado a impartir el día anterior– suscitaba en mí una incomodidad moral ante las necesidades y el cansancio del resto, sumados al hecho de que yo, en condiciones normales, jamás habría hecho una cola de semejantes características y en tales circunstancias ni aunque se tratara de la única oportunidad de ver Las Meninas que fuese a tener en toda mi vida. Esta incomodidad, además, se veía intensificada por mi propia consciencia de saberme privilegiada, pues el arte no debe ser nunca un privilegio, ni siquiera en el caso del museo de arte más potente del mundo: el Prado.
El 15 de abril de 1995 sí que hice una cola así de larga, aunque esta avanzaba con rapidez: era una cola para comprar pan en Kiev, donde me encontraba con motivo de la representación de Amleto. La veemente esteriorità della morte di un molusco, que iba a llevar a cabo con mi compañía de teatro. Nos pagaron con tocino, vodka y pepinos en vinagre. Faltaba el pan, así que fui a comprarlo. Para ello tuve que cruzar un paso subterráneo en el que solo uno de cada diez neones funcionaba y que estaba poblado de cambistas y de gente que vendía (sus propios) zapatos y pollos colgados por el pescuezo. Al otro lado, de nuevo en la superficie, estaba la cola. Recupero aquí este episodio porque me resulta inevitable hacer una comparación entre ambas colas: la del pan y la del arte. La cola de Kiev se hacía por necesidad. La del Prado, también.
Este texto tiene por objeto comparar estos dos tipos de necesidad analizando dos casos que resultan especialmente representativos. En el caso del pan se da un horizonte de consumo, de masticación, de calorías y metabolismo: tiene lugar un uso. En el caso del arte observamos un horizonte de aprehensión de sensibilidad: lo que se produce es una adquisición. Hablo aquí de adquisición entendiendo que lo que se adquiere es un estado del ser susceptible de facultar una sublimación: aquella que se da cuando el hecho de poseer algo materialmente trasciende en una sensibilidad que puede ser poseída. La cola del pan es imprescindible a la hora de obtener las calorías necesarias para mover un cuerpo. Es también la cola del pan la que nos proporciona la energía que se requiere para hacer frente a la cola del arte, y no al contrario. La cola del arte no posibilita la cola del pan. ¿Qué es, entonces, lo que la cola del arte proporciona? ¿La posibilidad de ver algo que jamás en la vida podrás volver a ver? ¿Y es esto tan valioso como para estar dispuestos a perder horas de vida? ¿No sería mejor hacer algo de inmediato y generar calor con gestos o palabras? ¿No sería mejor generar algo?
La cola del pan es una abominación. Lo ha sido en todas las eras de la civilización humana basadas en el cultivo de cereales. El pan, como el agua, es lo mínimo que se necesita para generar calor –es decir, para vivir– y siempre, a lo largo de la historia, la subida del precio del pan ha tenido como consecuencia protestas y luchas encarnizadas. Sin embargo, cuando el pan escasea, la cola se hace por necesidad y también por los necesitados que no pueden hacerla. El arte, en cambio, no escasea, pero se hace cola igual, en sitios en los que no falta de nada y que están abiertos a todo el mundo. Lo que falta, en este caso, es tiempo, tiempo en relación con el espacio.
El tiempo puesto en relación con el espacio es lo que define la noción de viaje. Lo que en este caso falta y se busca, entonces, es el viaje, que es siempre sinónimo de cambio, se dé este en el plano físico o en el mental. Un cambio que es un cambio de lugar pero también de estado; algo que es concebido como una potencia que uno puede adquirir. Una potencia distinta de la que se puede conseguir con el pan, puesto que la transformación que facilita puede permanecer aunque pase el tiempo, y que –al contrario que el pan– no desaparece una vez completada la excreción. Dicho viaje, dicha potencia pueden perdurar, pueden durar mientras la vida dure. Todo lo que el pan puede hacer, sin embargo, es mantenernos con vida.
El arte tiene que ver con esa parte de la mente que funciona por obra del espíritu. Los seres humanos siempre han sentido la necesidad de dar respuesta a esta parte, tan exigente, de su mente. Sin embargo, nunca, hasta ahora, habían hecho cola para satisfacer este afán. Nunca esta necesidad fue objeto de protestas ni de brutales insurrecciones. ¿Lo será algún día? Al hacer la cola del arte, o lo que es lo mismo, al poner el arte al mismo nivel que el pan, estamos reconociendo que no podemos prescindir del arte. Es posible que esto sea cierto, pero no haciendo una cola. Debería ser cierto, pero revelándonos en nuestro hacer, en nuestro crear.
¿No somos artistas? No importa. Volvamos a confiar en la técnica. ¿No somos expertos? ¿No tenemos idea de qué hacer? Da igual. Confiemos en los materiales y en las herramientas. Los propios objetos nos llevarán a hacer cosas que jamás imaginamos que podríamos hacer. ¿No sabemos por dónde empezar a crear? Pensemos, entonces, en lo primero que hacemos al levantarnos cada mañana. Empieza, tú que estás leyendo, por celebrar todas y cada una de estas cosas implicándote con ellas a través de decisiones propias, de una elección consciente de colores, formas, tejidos, borlas, metales, adornos: aquellos que paulatinamente habrán de transformar tu mundo, que poco a poco construirán un hábito que será un hábito de vestir y un hábito de vivir.
¿No eres artesano? Empieza por las pequeñas cosas. Una jabonera. Una taza que compres por ahí y sobre la que dibujarás un monograma. ¿No sabes cómo hacer un monograma? Garabatea formas en un papel cada vez que viajes en tren. Cuando no se te ocurra nada, consulta libros. Cualquier tema es válido: los incas, los incunables medievales, los haikus japoneses. Escandalizarse por recurrir a fuentes heterogéneas e incoherentes ya no tiene razón de ser. Se ha perdido la noción de pueblo único, ya no hay un horizonte de vida común, ya no hay fábulas ni mitos con un mismo origen. Hace ya tiempo que la era moderna nos ha destinado a ser individuos.
El estado neoartesanal está en lo alto, al final de un camino en cuesta. Al empezar a recorrerlo no se experimenta ninguna sensación de liberación ni de retorno a la madre naturaleza. Aun así, tanto la acción de crear un espacio como el tiempo que se pasa en los espacios creados tienen esa cualidad de espontaneidad. Más adelante, sobrevendrá la necesidad de volver a encontrarse, a debatir en común. Asumamos esta condición con actitud flexible, pero también con imaginación y autodisciplina, como un proceso de autorreconstrucción de un horizonte. Esto es todo lo que se puede hacer para expresar esa necesidad del arte que la cola hace visible pero que jamás podrá satisfacer. A pesar de todo, la necesidad sigue siendo real. El turismo del arte de masas nos remite a las masas proletarias que reclaman su pan. Pero ¿lograrán las masas hacer suyo el arte? ¿Conseguirán hacer uso de él?
Si alguien piensa que todo esto no es más que un puñado de paradojas y que todo lo que estoy haciendo es criticar a esas personas que están dispuestas a sacrificar su tiempo bajo la lluvia y el frío, debo decir que se equivoca. Mi intención es reflexionar sobre estos dos casos representativos: pan y arte; uso y adquisición. Los anteriores ejemplos de neoartesanía desde cero no deberían suscitar en nuestro interior una reacción de escepticismo ante un acercamiento que, quizá precipitadamente, es tildado de ingenuo o naïf. Lo cierto es que es algo que ya ha ocurrido otras veces en la historia: una vuelta a empezar de cero partiendo de aquello que se tenía más a mano y que, muy a menudo, era una tabula rasa acompañada de una aterradora ineptitud técnica. Lo que yo propongo es un himno al arte del uso. Que nadie se alarme: no es que vayamos a impedir el regreso de los grandes artistas, pero ahora es el turno de unos cuantos principiantes. No como amateurs ni como quien tiene un hobby, sino como quien lleva a cabo una práctica seria, una artesanía fundamentada, sabiendo que ahora es nuestro turno, que ahora nos toca a nosotros usar el arte. Para comprender todo el sacrificio de la cola, el desafío es descubrir cómo usar el arte.
A mi salida del museo, la estampa era una imagen de éxodo. Había caído ya la noche, y con ella la oscuridad. En la explanada huérfana de farolas paralela al Paseo del Prado se vislumbraban centenares de personas ateridas bajo la incesante lluvia. Una turba de desplazados, algunos con niños, esperando para franquear un muro. Parecía una escena militar: un regimiento de soldados a punto de partir, intrínsecamente obligados a hacerlo. Eran como un grupo de exiliados por convicción que de motu proprio emprenden el viaje hacia la tierra prometida, como un ejército de soldados que lo son por voluntad propia: nadie los obliga, pero todos obedecen a una intimación, a un requerimiento. Emergen aquí dos nociones que debemos abordar: voluntad íntima [intima volontà] e intimación voluntaria [intimazione volontaria].
En italiano, el término “íntimo” [intimo] tiene dos significados aparentemente opuestos: el primero –ya sea como sustantivo o como adjetivo– nos remite a algo oculto, interno, secreto, privado. El segundo –cuando toma forma de verbo– designa la acción de acceder a una intimidad y habitarla con fuerza. Es un verbo militar, judicial y eclesiástico. Es un verbo que recoge, ya en la ambigüedad del propio término, una necesidad real, una necesidad íntima de consuelo. Se trata de la necesidad de habitar el propio cuerpo antes incluso de comprender nada o de albergar idea alguna, pero para poder hacerlo es necesario un otro que nos consuele. Algunas personas satisfacen esta necesidad de intimidad mediante la intimación o, lo que es lo mismo, la exhortación interiorizada: una suerte de mandato asumido que decide, en lugar de la persona, qué es lo que esta debe o no hacer para sentirse completa, para sentirse ella misma, para sentirse consolada. De este modo, cuando entran en juego la obediencia y el sacrificio, la intimación adquiere un sabor lo bastante amargo como para que uno la sienta como intimidad.
Aquella multitud recordaba a una peregrinación religiosa, semejante a las que visitan Lourdes. No debemos despreciar a los peregrinos. No debemos sentirnos superiores o iluminados ante los irracionales peregrinos, pues ellos evidencian que existe un problema con el uso del arte. Quiero dejar claro que profeso un respeto absoluto hacia todas esas personas que hacen cola, pues, al igual que los soldados, la están haciendo también por mí. No me posiciono en un plano superior desde el que observarlos con el objeto de construir, a partir de ellos, una sociología. Mi relación con ellos es de obligación, y mi obligación hacia ellos es la de elevar su sacrificio a profecía. De elevarlo a poesía, a un arte del uso.
No esperéis por mi parte más aclaración que esta, pues es tarea muy difícil conseguir entender y explicar uno de los pliegues más persistentes del arte de los últimos cien años: hablo de la brecha que separa ingenio y técnica, o, dicho en otras palabras, propiedad y uso.
La intuición me dice que aquella multitud no llegará a usar el arte, no mejorará su vida cotidiana mediante una satisfacción metabólica, es decir, mediante una transformación. Su espera agotadora se fundamenta en una teleología, crea un significado fuera del tiempo y de la historia, un significado que, según parece, solo puede ser alcanzado mediante el sacrificio del propio tiempo y de la propia historia. Pero aquí, precisamente, reside el quid de la cuestión: el sacrificio es inútil, porque no va seguido de un uso.
Cuando, tras dejar atrás la cola, entras por fin en el museo y encaras, una tras otra, las obras de arte, el diálogo se vuelve cada vez más difícil. No se llega a percibir con precisión la relación entre intimidad y obra. En lo que respecta a la relación entre intimidad y propósito, era mucho más perentoria y corpórea aquella de la cola. En términos de consuelo, la cola es la representación plástica de un conjunto de personas unidas por el deseo de lograr un mismo propósito. Sin embargo, una vez traspasado el umbral, volvemos a ser individuos y lo que queda entre uno mismo y la obra es una distancia inmensa y una relación frágil. En realidad, la distancia de la cola necesaria para acceder a la obra de arte no ha sido franqueada en su totalidad cuando al fin nos encontramos cara a cara con ella. Sigue quedando un espacio deshabitado.
Creo que Las Meninas es el cuadro principal del Museo del Prado justamente por eso: porque en él Velázquez ha sabido retratar ese espacio deshabitado. Después de cruzar la puerta del Prado me fui directa a ver Las Meninas. Adiviné primero el cuadro desde lejos, y, a medida que me acercaba, empecé a sentir como si el techo se agrandara, como si aquella imagen fuera del tamaño del propio museo. De hecho, el 80% del cuadro es solo arquitectura, y prácticamente todo es techo. Ese maravilloso cuadro capta y justifica toda la distancia que existe en la espera de un encuentro. Alberga esa apnea de la esperanza que precede al encuentro y que es, a un mismo tiempo, un aumento y un gasto de energía. Y creo que la puerta del fondo, con el caballero a punto de atravesarla, fue siempre una profecía: el presagio de una invitación a atravesar el propio cuadro para descubrir que la puerta sigue abierta, que para cruzarla no hay que hacer cola, que por ella se entra en el mundo del uso.
Traducción: Belén Tortosa Pujante y Cristina Lesmes.
Artículo original en italiano aquí: www.revistagodot.com/la-e-dopo-il-bisogno-una-visita-al-prado/