Con 6 y 7 años, mi hermana y yo nos apresurábamos al volver del cole a casa porque teníamos ensayo en el patio interior del piso. Ensayábamos un espectáculo que tenía que servir, según mi padre, para que viviésemos una primera experiencia profesional. Cobrábamos cinco mil pesetas por representación, pero eso sí, había que ensayar. Mis padres se subían cada uno a una escalera de pintor, cara a cara, y sostenían, de hombro a hombro, un puntal de obra que mi madre había robado vete a saber dónde y que estaba protegido en cada una de sus puntas con una toalla de mano, posiblemente también requisadas de algún hotel por mi propia madre. Construían así una suerte de estructura apenas alzada unos dos metros del suelo para que se pudiese colgar un trapecio barato y mi hermana, con un tutú rosa, pudiese hacer “el giro de la muerte” que le habían enseñado en la escuela de Circo Nou Barris a la que mi madre nos llevaba con su Lambreta y Sidecar hacía escasamente un año. ¿Yo? Tocaba la batería. “Cuando Diana haga el giro, estate atento y le das al plato grande, ¿vale?”, me susurraba mi padre. La batería aún la guardamos. Las toallas estoy seguro de que también. Lo guardamos todo, o mejor dicho, nos cuesta tirar cosas. Siempre puede servir algo para hacer un número, un gag o una broma bien orquestada. Y así empezó esa fase de encontrar escenografías en las basuras: “¿Pero cómo la gente ha tirado esta silla?”, y vestuarios en las tiendas de segunda mano.
Me he dado cuenta con el tiempo que todo lo que mola del teatro es todo lo que rodea el espectáculo. Si ‘espectáculo’ es una forma teatral que tiene un valor económico con el que se comercializa, entonces ¿qué es el teatro? Pues todo lo que aparentemente no es salir a escena. Sí, es maravilloso salir a escena. El espacio-tiempo cambia totalmente y nos encontramos conjuntamente para compartir un espacio ficcional, hacemos un pacto tácito entre desconocidos. Es increíble. Pero sin reír, sin dibujar, escribir, idear, pensar, debatir, coser, cargar la furgoneta, cenar, celebrar, improvisar y, sobre todo, disfrutar cada uno de los errores que cometemos… no sé si tiene sentido salir a escena. ¿Cómo lo podemos contar eso? ¿Cómo se explica una familia que no se entiende sin teatro? ¿Cómo conviertes todo eso y millones de cosas más en un espectáculo? Mi madre Núria, puntal de la familia, Travy de sangre, junto con mi padre Quimet, esencia y director de la compañía y juglar de raíz, nos inyectaron un veneno a mi hermana Diana y a mí. ¡Ahora ya estamos perdidos y es demasiado tarde! ¡Muerte al espectáculo y viva el teatro!