“Imaginemos qué distinto sería el mundo si se exigiera inteligencia a los políticos”
Por Juan Vinuesa / @bonicodecara
Foto superior: Javier Mantrana
Hablar con José Luis García Barrientos es hacerlo con un mar de referencias. Doctor en Filología, licenciado en Filología Hispánica y en Filología Francesa por la Universidad Complutense de Madrid (UCM), es en la actualidad Profesor de Investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en el área de ‘Teoría de la Literatura y Literatura Comparada’. En el ámbito del estudio teatral ha ofrecido trabajos de enorme relevancia (unas 300 publicaciones entre libros, capítulos y artículos), entre los que destaca Cómo se analiza una obra de teatro, traducido a varios idiomas. La actividad docente de García Barrientos es difícil de resumir: ha sido Profesor Asociado en la UCM y en la Universidad de Sevilla, profesor del Programa de Doctorado ‘Historia y teoría del teatro’ de la UCM, director de Cursos de Humanidades en la Universidad Carlos III de Madrid (UC3M), Catedrático Numerario de Lengua y Literatura en el Instituto Cardenal Cisneros de Madrid, y es profesor del Máster en Teatro y Artes Escénicas de la UCM y del Máster en Creación Teatral de la UC3M, dirigido por Juan Mayorga. Recientemente, acaba de publicar Análisis de la dramaturgia puertorriqueña actual, noveno volumen de su proyecto de investigación ADAE (Análisis de la dramaturgia actual en español) en el que propone una extensa mirada sobre el teatro hispánico.
En el Preámbulo de su libro La razón pertinaz: Teoría y teatro actual en español cuenta un muy particular contacto con el teatro, el primer recuerdo de, por así decirlo, su memoria sentimental…
No recuerdo bien los detalles pues era un niño de cuatro o cinco años, pero sí la fascinación que me produjo aquel espectáculo extremadamente elemental y popular, montado sobre un tablado en la plaza del pueblo y protagonizado por ‘Jaimito’, personaje grotesco, con una actuación muy exagerada y quizá de trazo muy grueso… Pero me impresionó el efecto tan intenso que causaba en el público: la conexión teatral.
Algo muy alejado de esa endogamia teatral que, en ocasiones, se lleva a escena, y que es el teatro intelectual para intelectuales, el teatro para la gente de teatro: ¿el teatro popular o comercial puede ser también inteligente?
Sin duda. Lo mismo que el teatro intelectual puede ser (es demasiadas veces) bobo. Esa escisión es reciente y tiene que ver con la retirada del teatro desde la plaza del ‘entretenimiento’ hacia los templos de la ‘cultura’. El asunto se aclara del todo si miramos a la Historia. Lope de Vega fue un autor popular y comercial en su tiempo. Y el público de los corrales era casi en su totalidad analfabeto. Eso sí, tenía el oído educado para aplaudir la calidad de un soneto. Algo que me parece fuera del alcance del público más ‘endogámico’ de hoy.
En cierta ocasión ha confesado que su primera pasión fue la lectura, ¿cuáles fueron sus primeros autores?
Recuerdo que mis primeras lecturas fueron Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón de la Barca, Rojas Zorrilla, Ruiz de Alarcón, Moreto, etc., libros de la colección ‘Clásicos Castellanos’ que encontré en la biblioteca de mi padre y no sé por qué me atraían. Leyendo mucho después en José Bergamín cuánto hay en obras como La vida es sueño de comedia de intriga, de aventuras, de amor… he fantaseado acerca de cómo pudieron ser aquellas lecturas, el equivalente de la llamada ‘literatura infantil y juvenil’ en mi caso, raro quizás, pero ventajoso. Qué suerte que en la biblioteca de mi casa no hubiera novelas de Salgari o similares.
¿Y después?
La lectura y el teatro me han perseguido siempre. Más tarde, como leer era la actividad con la que más disfrutaba, pensé que la filología me permitiría convertir esa pasión en mi trabajo. Terminé la carrera, conseguí una beca de investigación, fui profesor (otra pasión mía) en el colegio de los Jesuitas de Madrid, donde hice bastante teatro; oposité y tuve el Instituto Santamarca como primer destino. Allí coincidí con alumnos que fueron luego profesionales del teatro, como Andrés Lima, o del cine, como Pablo Llorca. En mi segundo destino, el Instituto Cardenal Cisneros, monté un Fando y Lis de Arrabal y, al parecer, suscité involuntariamente algunas vocaciones teatrales, como las del actor Javier Albalá o el dramaturgo César López Llera. Lo mismo ocurrió en el Liceo Español Cervantes de Roma, donde puse en escena Pic nic del mismo autor… Y aquí, a las puertas de la universidad y del CSIC, me paro.
Usted se acercó a los clásicos por curiosidad pero hay quien, desde las escuelas de primaria, obliga a los jóvenes a leerlos. ¿Esta obligación puede causar el efecto contrario?
Borges dijo algo así como que la lectura (literaria) es una forma de felicidad y que no se puede obligar a nadie a ser feliz. Tiene razón. Él fue un profesor ocasional, extravagante y conjeturo que no muy bueno. Yo he sido profesor toda mi vida y he disfrutado siempre enseñando. Pues bien, recuerdo haber obligado, hace mucho tiempo, a leer El Quijote a mis alumnos de bachillerato, con resultados fascinantes y regocijantes. ¿No les habría robado esa experiencia única y preciosa, de haber sido yo más escéptico o demagógico? Creo que entre los dos extremos se encuentra la virtud pedagógica.
¿Su centro siempre ha sido el teatro?
Creo que sí. En mis primeros tiempos me acerqué un poco más al ‘otro lado’, por así decir: escribí en secreto textos dramáticos y llegué a quedar finalista del Premio Tirso de Molina a los veinte años, dirigí montajes escolares, como ya dije, y más tarde he trabajado ocasionalmente como actor en películas de Pablo Llorca. Sin embargo, pronto encaminé mi labor hacia la investigación teórica. Por cierto, creo que el estudio y la creación teatrales no deberían estar tan separados como están.
¿Siente que se diferencia mucho entre ambas áreas o disciplinas? ¿Quizá tenga que ver que el teatro apenas está en las aulas de la escuela primaria?
Creo que lo grave no es diferenciar sino separar. Lo indeseable en este aspecto (y en otros) es el separatismo. Me refiero al afán por levantar fronteras en vez de derribarlas. Te pongo un ejemplo en sentido contrario. Tengo algunos premios, pero todos en el área del estudio, de la investigación; sin embargo, el año pasado recibí el Premio Nacional de Teatro Cultura Viva, que concede esa asociación cultural. Lo que me llamó la atención y destaqué en mis palabras de agradecimiento fue precisamente eso: que era un premio de Teatro, que habían recibido dramaturgos, directores o actores en ediciones anteriores. ¿Y por qué no un estudioso? Lo mismo, claro, que una institución, un productor, un crítico, un escenógrafo, un músico, etc. Yo prefiero desde luego esta concepción amplia o incluyente del teatro y la considero más fecunda que la que se empeña en separar artificialmente a cuantos contribuimos, desde diferentes cometidos, a hacerlo. La frontera entre arte y pensamiento en particular, ¿rompe en dos a Brecht, a Mayorga y a muchos otros hombres de teatro, por no decir a casi todos? Y la manía separatista se aplica también dentro del arte. ¿Qué se gana con separar el ballet o la ópera del teatro? Nada, y seguramente se pierde mucho. Es sintomático que hoy se denomine a un género presuntamente nuevo ‘danza-teatro’ o que el marbete más incluyente de todos, el de ‘artes vivas’, se pueda esgrimir por algunos para acotar un espacio raquítico y excluir nada menos que al teatro, arte viva por antonomasia, tanto el más experimental como el que practicaba Lina Morgan, por ejemplo. En fin, creo que la situación del teatro en la escuela será más consecuencia que causa de lo que acabo de decir.
Ha escrito libros que se usan en las aulas a nivel internacional, entre ellos, Cómo se analiza una obra de teatro, una obra que se ha reeditado durante varios años desde 2001, se ha traducido al árabe y al francés, se ha editado en México, en Cuba…
Hay algo curioso aquí y que genera una reflexión pertinente sobre las prisas que impone esta sociedad: ese libro estuve escribiéndolo durante nueve años. Hay muchos asuntos artísticos a los que se les impone un tiempo del que se resiente el resultado. Y pasa igual con la investigación. Aquel libro lo escribí estando fuera de la profesión. Dentro, habría sido (y es) imposible. Qué paradoja, ¿no?
Acaba de empezar un nuevo curso como profesor del Máster en Creación Teatral de la Universidad Carlos III, dirigido por Juan Mayorga ¿Qué intereses y discurso encuentra en un espacio como éste?
La fortaleza mayor de este Máster creo que radica en cómo consigue integrar los intereses y discursos particulares de los participantes, profesores y alumnos, tan diferentes, en el eje central de la creación teatral. Todo lo demás, en particular la atención al pensamiento, no solo sobre el teatro, se orienta hacia ese núcleo, que se plasma en el desarrollo, durante todo el curso, de un proyecto de obra de teatro, a la vez personal (de cada uno) y colectivo (con todos). El acento especial que tal vez se pone en la dramaturgia, además de explicable por el perfil artístico del director del Máster, Juan Mayorga, me parece justificado desde el punto de vista general, pues considero la dramaturgia como la médula o el alma de la creación teatral.
En cuanto a esa ‘médula’, hay quien dice que el cine ha perdido la capacidad de contar historias que tenía el cine clásico, en contraposición a quien opina que ha evolucionado, ¿qué ocurre con el teatro? ¿Hacia qué lugar se dirige?
Creo que es una necesidad antropológica del hombre, hoy y siempre, entrar en contacto con mundos imaginarios o ficticios, o sea, que le cuenten historias. El teatro ha compartido esa función (que sigue siendo esencial, indiferente a las modas) con otros artilugios, del relato épico a la realidad virtual. Y nunca se ha reducido a ella. Durante un cierto tiempo, no muy largo, es cierto que el teatro se centró en su papel de suministrador de esa experiencia. El cine (y lo que vino detrás) le hizo un gran favor al teatro desplazándolo de ese lugar privilegiado, pero lleno de trampas. Desde entonces creo que el teatro (sin renunciar –porque no puede- a contar historias) se dirige más hacia sí mismo, hacia lo que lo diferencia de la competencia en ese campo, hacia su ser irreductible: arte del aquí y el ahora, de la presencia y del presente. Y va por buen camino, hacia ser lo que es.
¿No se agota el discurso de que el teatro está en crisis?
No se agota en absoluto; al contrario, puede ser muy fecundo ese discurso si sabe que crisis significa ‘cambio’ y no ‘peligro de muerte’ (la muerte sería, en todo caso, la última crisis de la vida.) Así que decir que el teatro está en crisis, da igual ahora que siempre, es lo mismo que decir que está vivo y por tanto cambiando. Eso sí, a la hora de estudiar esos cambios en particular, algo irrenunciable, no son la ponderación, la exactitud y la sensatez las que suelen predominar, sino la sobreactuación, que tiene garantizado el éxito. Un ejemplo: el presunto ‘teatro posdramático’. Además de que nadie (ni Lehmann) lo pueda definir con claridad, ¿es que casi cincuenta años después seguimos en ese mismo supuesto ‘cambio’? ¿O es que las miradas sobre las crisis del teatro no son demasiado perspicaces?
En Los hilos del tiempo, dice Peter Brook «Mientras lees este libro, ya estás viajando al pasado».Usted tiene reconocidos cinco tramos de investigación por la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora (CNEAI) y seis de méritos investigadores por el CSIC; ha sido miembro de diferentes grupos de investigación… ¿en algún momento se ha arrepentido de lo que dijo o publicó tiempo atrás?
En absoluto, no me arrepiento de casi nada. Y no por petulancia, sino al revés. Es que creo que la experiencia está sobrevalorada. Con el paso del tiempo perdemos al menos tanto como ganamos. Más conocimientos, ponderación o distancia irónica; pero menos curiosidad, audacia y entusiasmo inventivo. El primer artículo que publiqué, un resumen de mi memoria de licenciatura, resultó ser quizás el más afortunado, el más antologado y reeditado. Y recientemente acabo de republicar mi tesis doctoral, un cuarto de siglo después. Y me asombró menos que dos editoriales, mexicana y española, se interesaran y arriesgaran por ella que descubrir al releerla que el texto seguía tan vivo (ni más ni menos) que cuando lo escribí, que no tenía que mover ni una coma y que no me parecía peor que ninguno de los libros que he escrito después. Quizás ayuda un poco el que yo me dedique a la teoría; pero no me parece determinante.
Sin embargo, dentro de esa teoría también ha emitido opiniones, ¿no se le ha pasado por la cabeza ser crítico teatral?
En mis libros hay opiniones sobre textos, autores o espectáculos, claro. Algunos de mis trabajos son de crítica académica. Pero la crítica en la prensa, que invita a ir o no ir a un espectáculo, que debe emitir sentencias más que juicios, me causa mucho respeto. Se vive mejor en las nubes de la teoría. No digo que me haya negado a ser crítico teatral, pues nunca me han ofrecido la oportunidad, pero tampoco lo he perseguido.
Y como espectador, ¿qué tipo de teatro le interesa?
El bueno. Si el teatro es bueno, no hago diferencias por género o estilo. Incluso me gusta observar la evolución de las compañías y los profesionales; creo que uno tiene que dejar atrás los prejuicios y tener presente la idea de que un profesional está buscando su lenguaje. A mí, hace tiempo, lo que hacía Angélica Liddell no me interesaba. Sin embargo, a partir de su Trilogía del infinito empezó a interesarme. Creo que ha encontrado una manera muy potente de encajar sus provocaciones.
En España hay cantidad de premios de literatura dramática (Calderón, Tirso de Molina, Nacional…) guardados en cajones y sin interés por parte de productores. ¿Cree que estos premios deberían tener en las bases un incentivo de producción?
Como considero que los textos dramáticos son a la vez, e inseparablemente, partitura de un espectáculo, documento o registro del mismo y obra verbal o literaria autónoma, creo que los premios deberían asegurar la puesta en escena y la publicación de los textos premiados, quizás por ese orden. Sería y es lo lógico.
Usted dio una ponencia llamada La crisis del texto en el teatro actual, con múltiples visiones de la literatura dramática, ¿cree que en España el texto dramático tiene valor en sí mismo o se concibe más pensando en un espectáculo?
Yo pienso que el texto dramático genuino es literatura y teatro al tiempo, sin contradicción ninguna entre los dos términos, entre lo literario y lo espectacular. Creo advertir de dónde viene el equívoco. Durante el siglo XX el teatro vivió su guerra de la independencia de la literatura. Y la ganó. Esto es lo que olvidan muchos, por pereza, por rutina, por lo de siempre… La puesta en escena conquistó su plena autonomía artística y nadie con dos dedos de frente o en su sano juicio (ni siquiera los académicos) se la niega a estas alturas. ¿Qué sentido tiene que mucha gente de teatro siga emperrada en desmarcarse de la literatura, afectando despreciar el texto? Ninguno. Es que no se enteran, como aquellos soldados japoneses que se quedaron aislados, en guerra muchos años después de que terminara. ¿Debe ceder el teatro activos como Shakespeare o los griegos, Molière o Lope de Vega a la ‘literatura’, a la ‘alta cultura’? ¿Es que estamos locos? Los enemigos del texto ignoran también cómo se produce el proceso de sacralización de los ‘clásicos’ por parte de la tradición cultural. En su tiempo, los nombrados y casi todos los demás ‘autores’ fueron tan hombres (o mujeres) de teatro como el que más. ¿Quién le podría disputar hoy esa condición de ‘teatrero’ a Molière, director, dramaturgo y actor, todo en uno?
¿Cree que en España existe mucho purista? En cuanto se ‘toca’ un Shakespeare, un Calderón, o un Lope de Vega, en cuanto se hace una versión… hay quien levanta la voz para decir “eso no se escribió así”. Si los clásicos no pusieron custodia a sus textos, ¿por qué se la ponen ciertos espectadores o críticos?
Esa tensión no es solo española; se da en todas partes. El purismo, el sueño de un ‘original’, es en rigor imposible, una utopía si hablamos de teatro, que es una máquina de hacer presente. El mayor obstáculo para ‘reproducir’ hoy una tragedia griega no radica en el conocimiento que podamos tener de cómo se representaba, sino en la distancia insalvable que existe entre los actores y espectadores de entonces y de ahora, entre sus visiones del mundo por ejemplo. Y teatro es, sin más, lo que ocurre entre unos actores y unos espectadores. Quienes se escandalizan por ver a los personajes de Shakespeare, Calderón o Racine vestidos de vaqueros seguramente ignoran que el anacronismo era moneda corriente en el teatro de su tiempo y que ellos mismos vestían a griegos o romanos como si fueran sus contemporáneos. Claro está que esto no da patente de corso al capricho o el disparate que con demasiada frecuencia presiden actualizaciones o versiones. La cuestión no es si son legítimas, que lo son, sino si son logradas o fallidas.
¿Algún libro al que vuelva cada cierto tiempo?
Dejando fuera el campo de la literatura en sentido estricto, por desbordante, para hablar solo de lecturas ‘profesionales’, ante todo la Poética de Aristóteles, el libro fundacional y todavía fundamental del pensamiento teatral, literario y artístico, como poco. Después, por ejemplo, cualquier libro de George Steiner o de Gérard Genette. Todos por el mismo motivo: su inteligencia deslumbrante. Que es a mi juicio lo decisivo para todo, el pensamiento, el arte y la vida. Imaginemos qué distinto sería el mundo si se exigiera inteligencia a los políticos… Sé que ni esos autores ni la inteligencia tienen buena prensa hoy. Es la mayor garantía de que acierto de pleno.